La Casa de los Perros | ¡Abolir el fuero!

CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ

La inmunidad, ese escudo que antaño sirvió para proteger la voz del legislador frente a la tiranía, se ha convertido en la madriguera de los impunes.

Durante décadas, el fuero ha sido la túnica sagrada de quienes, embriagados de poder, han confundido el servicio público con la impunidad privada.

Pero hoy, en un arranque de lucidez, el vicecoordinador de Morena en la Cámara de Diputados, el zacatecano Alfonso Ramírez Cuéllar, ha lanzado un dardo certero contra este arcaico privilegio, proponiendo su eliminación a diputados federales, senadores y gobernadores.

Es un espectáculo indignante ver a los representantes del pueblo cobijarse en este manto de intangibilidad mientras la justicia, esa dama ciega y cansada, tropieza en los escalones de la burocracia.

Nos han querido hacer creer que el fuero es un baluarte de la democracia, cuando en realidad no ha sido más que una patente de corso para que los sinvergüenzas se burlen de la ley.

¿Cuántas veces hemos visto a legisladores y mandatarios ampararse en esta armadura para eludir su responsabilidad? ¿Cuántos más han huido de la justicia con la bandera de la inmunidad ondeando a su espalda?

Ramírez Cuéllar, el de Río Grande, ha señalado con razón que el fuero ha devenido en una vía de arbitrariedad, un privilegio excesivo que hiere la moral pública.

Pero no nos dejemos engañar: la eliminación del fuero es apenas el primer golpe en la muralla del castillo de los privilegios.

¿De qué sirve abolir esta protección si los enjuiciados pueden seguir manipulando las instituciones y escabullirse con argucias leguleyas?

La corrupción es un monstruo de muchas cabezas, y esta reforma no será sino un corte menor si no va acompañada de un sistema judicial robusto libre de presiones políticas y con la suficiente independencia para no sucumbir a las vendettas partidistas. Lo que en estos tiempos de la 4T suena harto, que decimos harto, hartísimo difícil. Algo así como un sueño Guajiro.

Desde luego, se preserva la inviolabilidad parlamentaria en cuanto a la libre expresión de los legisladores. ¡Y que así sea! No queremos amordazar la voz de los representantes, sino despojarlos del blindaje que convierte a algunos en intocables.

La impunidad es el cáncer de la política, y si no lo extirpamos con decisión, seguirá devorando la confianza ciudadana hasta reducirla a cenizas.

En medio de este debate, los casos del morenista Cuauhtémoc Blanco y el priista Alejandro Alito Moreno pesan como lastres.

El vicecoordinador los ha exhortado a renunciar a sus juicios de procedencia y comparecer ante el Ministerio Público sin escudos ni rodeos.

Un gesto digno, pero ¿acaso la dignidad es moneda de curso en la política mexicana?

Se nos ha enseñado que los poderosos se resisten a despojarse de sus privilegios hasta que la presión social los arrincona contra la pared. Entonces, ¿habrá en esta legislatura el temple suficiente para empujar esta reforma hasta su promulgación?

Ramírez Cuéllar habla de completar la trilogía que prohíbe el nepotismo, la reelección y ahora busca extirpar el fuero. Suena bien. Suena justo.

Pero no olvidemos que la historia de las grandes reformas está plagada de promesas rotas y discursos que, como el eco en las montañas, suenan potentes, pero se desvanecen en la nada.

Si este es el primer paso hacia una clase política sin fueros ni favores, bienvenido sea. Pero si es sólo un artificio, una llamarada de petate, entonces habremos perdido otra batalla en esta guerra contra la impunidad.

La ciudadanía observa, juzga y recuerda. Que los legisladores no olviden que la paciencia del pueblo es grande, pero no infinita. ¡Abolir el fuero, sin excusas ni simulaciones!

La transparencia traicionada

El INAI, esa institución que nació para velar por la rendición de cuentas, agoniza en un pantano de maniobras oscuras y arreglos de última hora.

La comisionada nacional, la zacatecana Julieta del Río Venegas, ha revelado un acto indigno: condicionar el pago de compensaciones a la renuncia expresa de los trabajadores, obligándolos a elegir entre su derecho a una indemnización justa o la posibilidad de continuar en la nueva Secretaría Anticorrupción.

Este ardid, tejido en las sombras y presentado con urgencia sospechosa, traiciona los principios de transparencia que el propio instituto debía defender.

Un acuerdo revisado y aprobado fue cambiado a capricho en minutos, sin claridad, sin debate, sin respeto por quienes han servido a la institución.

Lo más alarmante es la sombra de discrecionalidad que cubre la asignación de compensaciones.

¿Quién decide quién cobra y cuánto? ¿Por qué se ignoran los criterios de antigüedad y méritos? Más aún, ¿cómo confiar en un proceso encabezado por quienes han sido señalados por corrupción, despilfarro y tráfico de influencias?

Este episodio no es sólo un golpe a los trabajadores, sino una estocada a la credibilidad del país.

La opacidad se ha instalado en el templo de la transparencia. Pero el engaño tiene las piernas cortas. La verdad, como siempre, terminará por alcanzarlos.

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