La Casa de los Perros | Zacatecas en llamas: protestas, huelgas y gobiernos acorralados
CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ
Zacatecas arde. No sólo en sus cerros, donde el fuego devora la tierra seca y los árboles que alguna vez fueron testigos silenciosos de la historia.
También arde en las calles, en las aulas, en los corazones de quienes han visto cómo su paciencia se consume lentamente, como leña en una hoguera.
Las llamas que hoy iluminan el paisaje de este estado no son sólo las de los incendios forestales; son las de un descontento social que ha crecido al calor de la negligencia y la indiferencia gubernamental.
El Sindicato Independiente de Trabajadores del Estado de Zacatecas (SITEZ) ha alzado la voz en la Secretaría de Obras Públicas de la fallida nueva gobernanza.
No piden privilegios, no exigen lujos. Su demanda es simple: el pago de horas extras, viáticos y un aumento salarial que lleva seis años congelado. Seis años en los que la inflación ha erosionado sus ingresos, mientras el gobierno parece mirar hacia otro lado.
Alejandro Rivera Nieto, líder del SITEZ, no clama por favores; exige lo que es justo, lo que ya trabajaron. Pero cuando el diálogo es esquivo, cuando las puertas de las instituciones se cierran, la protesta se convierte en el último recurso.
Mientras tanto, los brigadistas de la Comisión Nacional Forestal (Conafor) enfrentan las llamas con uniformes de algodón, prendas que arden con facilidad, como si fueran una cruel metáfora de su situación.
Teresa Hinojosa Mercado, secretaria general de la Sección 59 del Sindicato de la Semarnat, denuncia que algunos uniformes llegaron descosidos, con mangas cortas, como si fueran una burla.
¿Cómo puede un gobierno esperar que estos hombres y mujeres combatan el fuego si les entrega herramientas que los hacen más vulnerables? Es como enviar a un soldado al frente de batalla con una resortera.
Y en medio de este escenario ardiente, la Universidad Autónoma de Zacatecas (UAZ) sigue paralizada.
El Sindicato de Personal Académico (SPAUAZ) lleva tres semanas en huelga, exigiendo el reconocimiento de una prestación por 25 años de servicio.
Jenny González Arenas, secretaria general del SPAUAZ, ha dejado claro que no aceptarán medias tintas. La propuesta de instalar una mesa de trabajo para discutir la viabilidad financiera de esta prestación fue rechazada de plano.
«No aceptaremos levantar la huelga sin que la prestación de 25 años esté reconocida», fue el grito unánime que un rector ausente ignora.
Pero el fuego no se detiene ahí. Las aulas del Colegio de Bachilleres del Estado de Zacatecas (Cobaez) también están en silencio.
El Sindicato Único de Personal Docente y Administrativo del Cobaez (Supdacobaez) lleva cinco días de paro laboral, exigiendo el pago de medidas salariales federales y una mesa de diálogo inmediata.
Lanzan un grito desesperado: «Los derechos no se negocian, se exigen».
Estas protestas no son hechos aislados. Son síntomas de un mal mayor, de un gobierno, tanto federal como estatal, que reacciona tarde y mal, que parece más interesado en apagar fuegos mediáticos que en resolver problemas reales.
El problema no es sólo el fuego que consume los cerros; es el que calcina la confianza de los trabajadores, de los académicos, de los ciudadanos que han visto cómo sus demandas caen en oídos sordos.
El gobierno tiene dos caminos: apagar el incendio con medidas concretas o avivar las llamas con su indiferencia. El tiempo apremia. La paciencia se agota. Y las llamas, tanto las de los cerros como las del descontento social, no esperan.
Zacatecas se enciende. Y mientras las llamas crecen, una pregunta flota en el aire: ¿cuánto más tendrá que arder antes de que alguien decida actuar?
El precio del acarreo
Dieciocho muertos. Veintitrés heridos. Una tragedia que no puede ser separada de una práctica tan vieja como perversa: el acarreo.
Los militantes indígenas, agremiados al Frente Único de Comunidades Indígenas (FUCO), fueron llevados —como carga humana— al mitin de Claudia Sheinbaum en el Zócalo de la Ciudad de México.
Y luego, en un autobús inseguro, en una carretera recién inaugurada pero ya manchada de sangre, intentaron regresar a casa. No todos lo lograron.
El acarreo no es sólo un acto de manipulación política; es una muestra de desprecio por la vida de quienes son usados como decoración en los escenarios del poder.
Sheinbaum convocó, el FUCO movilizó, y el resultado fue este: familias destrozadas, comunidades en duelo.
¿Qué valor tiene el discurso de la «transformación» cuando se construye sobre el lomo de los más vulnerables? ¿Qué significa la «defensa de la soberanía» cuando se pisotea la dignidad de quienes son tratados como mercancía política?
Esta tragedia no es un accidente aislado. Es la consecuencia de un sistema que ve a los pobres como números, no como personas.
Hoy, los muertos nos interpelan: ¿hasta cuándo seguirá el acarreo siendo parte del espectáculo político? ¿Hasta cuándo serán los más humildes los que paguen el precio de la ambición de unos cuantos?
El autobús volcado es una metáfora de un país que sigue llevando a sus ciudadanos al abismo. Y mientras las condolencias llueven, la pregunta queda flotando en el aire: ¿quién responde por esto?
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