La Casa de los Perros | El segundo piso del peligro: la tragedia anunciada en Zacatecas
CLAUDIA G. VALDÉS DÍAZ
El silencio de la madrugada solo fue roto por el estruendo sordo de la caída. Luis Antonio, un hombre de 31 años, trabajador, operador de una máquina excavadora, descendía de su equipo cuando la tierra, traicionera y suelta, le arrebató el equilibrio. Cayó. Veinte metros de oscuridad y polvo. Veinte metros de una herida abierta en el suelo de Zacatecas.
No fue solo un accidente. Fue una profecía cumplida.
Las autoridades ya lo sabían. El terreno había hablado antes. Las advertencias estaban ahí, dibujadas en los mapas del riesgo, escritas en los informes técnicos, gritadas por las voces que exigían precaución. El viaducto elevado no solo iba a levantarse sobre un suelo frágil, sino sobre las fracturas invisibles de la negligencia.
El alcalde de Zacatecas, Miguel Varela Pinedo, lo había dicho con todas sus letras: esta obra no sólo es peligrosa, es “el robo del siglo”. Y, sin embargo, las máquinas no se detuvieron. La tierra seguía siendo removida, las grietas ignoradas, el peligro subestimado. Un proyecto que avanza a empellones, con la prisa del que teme que la verdad lo alcance.
Cuando Luis Antonio cayó, el tiempo se congeló. Las luces de emergencia pintaron de rojo las paredes del agujero mientras los rescatistas descendían en rapel, como si estuvieran adentrándose en las entrañas de un monstruo que ya había devorado a su primera víctima. Tardaron más de media hora en sacarlo, en un acto que más parecía un rescate de guerra que una obra pública segura.
Horas después, mientras Luis Antonio era llevado de urgencia al hospital, la Secretaría de Obras Públicas emitía un frío mensaje en redes sociales: “Existen las condiciones de seguridad para continuar los trabajos”. Las palabras resonaron huecas, como el eco dentro de aquel hoyo de veinte metros. ¿Condiciones de seguridad? ¿Para quién?
La ciudad, mientras tanto, observa incrédula. El Bulevar Adolfo López Mateos, el corazón del tráfico zacatecano, sigue dividido por maquinaria pesada. A menos de 200 metros, hospitales, escuelas y hoteles ven pasar las horas, conscientes de que el siguiente derrumbe podría arrastrarlos también.
Y ahí está el gasoducto, dormido bajo tierra, esperando que alguien cometa el error fatal.
El accidente de Luis Antonio es solo el principio. No es una advertencia: es la confirmación de que lo inevitable ha comenzado. La obra, suspendida por Protección Civil, podría reanudarse en cualquier momento porque, según el gobierno estatal, “todo está bajo control”.
¿Pero qué control puede existir cuando un hombre ya ha caído? ¿Qué seguridad prometen cuando las mismas autoridades municipales han señalado que no hay permisos, ni estudios, ni análisis de riesgo suficientes?
El viaducto elevado no se levanta únicamente sobre columnas de concreto. Se erige sobre el silencio cómplice, sobre las decisiones apresuradas, sobre el dinero que pesa más que las vidas. Luis Antonio cayó, sí, pero lo hizo arrastrado por una obra que nunca debió comenzar.
Hoy, Zacatecas tiene un agujero de 20 metros en su suelo y una herida más profunda en su conciencia.
¿Seguirá la construcción? La pregunta no es si el viaducto avanzará. La verdadera pregunta es cuántos más habrán de caer antes de que alguien tenga el valor de detener esta tragedia anunciada.
La parálisis que grita
En Zacatecas, el silencio de las aulas vacías pesa más que cualquier discurso político. El Colegio de Bachilleres del Estado (Cobaez) amanece hoy con las puertas cerradas, mientras sus trabajadores exigen lo que, por derecho, ya debió ser suyo: un incremento salarial que requiere sólo de una firma. Dieciocho millones del estado, dieciocho de la Federación. Treinta y seis millones atrapados en el limbo de la burocracia.
El líder sindical, Gerardo García Murillo, lo dice claro: si hoy mismo se firma el convenio, hoy mismo levantan el paro. No es una exigencia desproporcionada, es una súplica simple, directa. Pero el documento sigue ausente, como si la tinta de la voluntad política se hubiera secado.
Y mientras las puertas del Cobaez permanecen cerradas, las de la Universidad Autónoma de Zacatecas (UAZ) llevan ya catorce días encadenadas. Los docentes y jubilados del SPAUAZ no piden soluciones mágicas a la deuda histórica de más de cuatro mil millones de pesos con el ISSSTE; piden algo más elemental: voluntad.
Que la Rectoría dé un primer paso, que deje de multiplicar plazas administrativas mientras las indemnizaciones por defunción llevan veinte años esperando.
El rector Rubén Ibarra Reyes tilda de irresponsables a los huelguistas, pero ¿no es más irresponsable ignorar el peso de un adeudo que crece 1.3 millones de pesos diarios?
Pero la parálisis no termina ahí. Al sur del estado, en el Instituto Tecnológico Superior Zacatecas Sur (ITSZS), las aulas llevan más de tres meses desiertas. Noventa días de un paro que parece un túnel sin final. Los estudiantes, hartos, no exigen promesas, piden soluciones inmediatas. “Ni una excusa más”, claman en redes sociales.
El conflicto, lejos de resolverse, se profundiza: el director Fermín Parra Luna, quien se ha negado a firmar el fin de la huelga, enfrenta ahora el rechazo abierto de los padres de familia que exigen su destitución.
“Si no tiene la capacidad para dirigir, que renuncie”, advierten, mientras la educación de sus hijos pende de un hilo.
Zacatecas se detiene. No por capricho, sino porque las promesas no alimentan, las palabras no pagan, y la dignidad no se firma con tinta invisible.
El tiempo corre, las puertas siguen cerradas, y el silencio —ese que grita más fuerte que las consignas— lo envuelve todo.
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