Memorando. Historia de okupas en esta ciudad: las primeras 1985
SAA LOVERA
El terremoto de 1985 descarnó entre otras muchas cosas la condición en que laboraban miles de costureras en pequeños y grandes talleres de ropa, distribuidos por el centro de la Ciudad de México. Talleres inhóspitos. Luego sabríamos puntualmente cuáles eran sus condiciones de trabajo. Llenas de rabia, indescriptible, iniciaron un proceso largo de protesta, de toma de conciencia y sacaron fuerzas para enfrentar a patrones, líderes “charros”, autoridades y gobierno federal.
En esos talleres se confeccionaba un abrigo, ropa interior, ropa para niños y niñas, camisas, ropa confeccionada para las grandes y conocidas tiendas departamentales. Las trabajadoras, además de tener raquíticos salarios, laboraban a destajo con jornadas de diez horas o más y, con frecuencia, eran sometidas a ritmos laborales inhumanos y presiones inauditas. Se les castigaba, y cuando iban a buscar a sus líderes sindicales, se enteraban que no tenían contratos, sino que estaban apuntadas en uno, llamado “de protección”, pero que protegían a los patrones.
El terremoto dejó atrapadas a más de 600 costureras en decenas de edificios de la avenida San Antonio Abad, de las calles de Uruguay, Belisario Domínguez, Cuba, Perú y José María Izazaga. Todos eran pequeñas fábricas y talleres de confección. Hoy zonas desoladas, contiguas al edificio restaurado para la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) que hoy está ocupado por jóvenes y madres víctimas indirectas de los feminicidios.
Los primeros días protestaron por las que ahí murieron. Entre los escombros, se fueron levantando y lentamente reconvirtieron su rabia inicial en un proceso de organización ejemplar. Eran unas 800 costureras de 40 fábricas, de las más de 11 mil afectadas de 400 establecimientos, por el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Lucharon más de tres años por sus derechos y sus puestos laborales. Protestaron y marcharon por las calles, organizaron mítines y alzaron un campamento instalado en un terreno sin dueño.
Estas mujeres, en cosa de días lograron –incluso– registrar un sindicato nacional, apoyadas luego de tomar ese terreno baldío en la calzada de Tlalpan, donde armaron su campamento. En esos días, como las okupas de Cuba 60, literalmente expropiaron el espacio. Durante semanas, la arteria, de las más importantes de la ciudad, estuvo cerrada a la circulación. Ellas y una nube de mujeres feministas del centro de Comunicación, Intercambio y Desarrollo Humano en América Latina, AC (CIDAHL), del Grupo de Educación para Mujeres (GEM) y del grupo trotskista MRP, interpelaron al poder, a las autoridades. Muchas se dieron cuenta que no tenían contrato de trabajo. Un primero de mayo de 1986 enfrentaron a los granaderos que les impidieron marchar con todos y todas las trabajadoras. Ellos traían toletes y gases lacrimógenos. Ellas llevaban sombrillas y sus cuerpos.
Así, por meses, en pequeños grupos hicieron una especie de comandos para evitar que los dueños de las fábricas se llevaran la maquinaria de las fábricas cerradas, lo único que podría asegurar el pago para ser indemnizadas. Era, en aquel momento, una verdadera revolución. Mujeres de edad media –con hartos años de trabajo– y jóvenes recién llegadas tomaron conciencia de pronto y fuerza para defenderse. Miraron lo que significaba el trabajo a destajo, contaron sus historias, decidieron ponerse a luchar. No creían en las pálidas promesas.
A destajo. Una manera de explotación. Un peso por cerrar una blusa, un peso con 50 por pegar un cuello, dos pesos por pasar el punteo en copas de brasieres de marca “reconocida”, 15 minutos para comer, cinco minutos para ir al baño. Los patrones habían contado con el apoyo de las autoridades del entonces Distrito Federal, quienes les garantizaron que no tenían obligación de indemnizarlas.
El 10 de octubre, la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje (JFCA) decretó embargos precautorios sobre los bienes de varias empresas, para garantizar los derechos de las asalariadas. El 18 de octubre, las costureras hicieron una gran marcha a Los Pinos y lograron hablar con el entonces presidente Miguel de la Madrid, quien recibió a una comisión de 40 trabajadoras. El 20 de octubre, la Secretaría del Trabajo y Previsión Social entregó el registro formal del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Industria de la Costura, Confección y del Vestido, Similares y Conexos “19 de Septiembre”, como parte del Frente Auténtico del Trabajo (FAT), gracias a la intervención del abogado Arturo Alcalde Justiniani, padre de la actual secretaria del trabajo y por aquellos años dirigente del FAT. En ese año, unas 8 mil obreras del Distrito Federal y de los estados de México, Morelos, Coahuila y Guanajuato, se unieron al sindicato. Su primera secretaria general fue Evangelina Corona.
APOYO SOLIDARIO, DESPENSAS Y PAGOS DE SALARIO
Y todo viene a cuanto, porque la resistencia de las trabajadoras, por casi tres años, contó con apoyos de las feministas, del FAT, de los abogados democráticos y del pueblo. Un hecho desconocido, no documentado, que serviría de una pequeña lección a la jefa de Gobierno de la Ciudad de México y a todas y todos de la 4T que no tienen memoria.
¿Cómo iban a asistir las costureras a las endemoniadas audiencias interminables en las juntas de conciliación y arbitraje? ¿Cómo, si a la indiferencia patronal se sumó el despido, el desconocimiento de sus derechos? ¿Y cómo, cuando en el campamento expropiado vivían bajo la vigilancia de la policía, uniformada y no? ¿Cuántas fueron detenidas y arbitrariamente sometidas a interrogatorios?
Además de ser verdaderas okupas, construían sus expedientes, recordaban todo lo que sucedía dentro de los talleres, cómo comían en las escaleras y eran castigadas. La prensa desplegó esa historia. Ellas, ahí, firmes. ¿Y cómo le hicieron? La jefa de Gobierno no sabe. Fue muy sencillo: la solidaridad emocional y conmiserada no era suficiente. Se necesitaba dinero.
Elenita Poniatowska, quien les daba clases de literatura y redacción a las señoras de “Las Lomas”, adineradas, lanzó una petición que no se hizo esperar. Llegó ayuda en especie –víveres– y ayuda económica. Durante muchos meses, más de un año, las señoras adineradas, de lujosos automóviles, aportaron el dinero necesario. Sí, dinero, contante y sonante para que las trabajadoras de la confección tuvieran cada semana un salario y dinero para sus transportes y una despensa.
Eran mujeres idénticas a Beatriz Gasca Acevedo, una ejecutiva que ha dicho que está con ellas, con las feministas anarquistas, con las madres de las hijas que sufrieron un feminicidio, con las madres de las hijas violadas o desaparecidas. Con las madres de niñas abusadas.
Estas mujeres de Las Lomas, alumnas de Elenita Poniatowska, las organizadas en Madres Libertarias, vecinas y solidarias, sostuvieron la rebelión de las costureras. Les dieron el instrumento sustantivo; se diría, un salario básico universal para poder mantener por meses y meses sus demandas y denuncias, ante la azorada reacción de los líderes sindicales, de las autoridades de la Secretaría del Trabajo, interpelando a la inútil actitud del gobierno federal, contra las cámaras de comercio y de la industria de la confección.
El gobierno, los líderes sindicales, las “buenas conciencias” no sabían cómo es que resistían. Estuvieron atentas en todas las audiencias. La documentación disponible no tiene este dato. Mi crónica de los hechos sí. Sin esas “fifís”, las trabajadoras no hubieran resistido. Los abogados democráticos, los abogados de la Universidad Autónoma Metropolitana no les estaban cobrando nada por las gestiones. Los grupos feministas les enseñaron, “¡oh pecado!”, a organizarse y reconocerse como mujeres. Ninguna de todas las “fifís” fue exhibida como lo hizo, equivocada, sin pruebas, este 28 de septiembre la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum Pardo, contra Beatriz Gasca Acevedo.
Sí, claro, sí fueron amenazadas, contenidas por varios cercos policiacos, pero estas mujeres de la costura, sabias e independientes, se levantaron de los escombros y dieron marcha a un sindicato, a dos cooperativas. Algunas andan por ahí vueltas feministas y militantes, defensoras de los derechos humanos de las mujeres, de sus derechos a la no violencia de género, a la libre opción sexual, al derecho a interrumpir su embarazo. La historia no miente.
“Una costurera vale más que todos los edificios del mundo”, reza una manta en el cuadro del centro de la ciudad donde se cayeron, con el terremoto del 19 de septiembre de 1985, los talleres clandestinos de costureras. Elena Poniatowska hila y deshila las historias y sufrimientos de estas mujeres. Es el título de una remembranza de 2015. Más de 263 fábricas tuvieron que pagar las indemnizaciones. Muchas fueron recontratadas.