2 de octubre
SARA LOVERA
Conocí a Raúl Álvarez Garín la noche que el ejército tomó las instalaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México, el 18 de septiembre de 1968. Entonces el Comité Nacional de Huelga se instaló en la Escuela de Físico Matemáticas de Zacatenco, en el Poli. La calle de Montevideo estaba llena de tanques; sesionamos los representantes de escuela rápidamente en un auditorio. Raúl, entre otros, dirigía la asamblea.
Durante las siguientes décadas coincidimos muchas veces. Su tesón, su convicción democrática, su tarea para no olvidar la masacre del 2 de octubre, su activismo, su desempeño cuando fue diputando intentando detener las reformas a la ley del Seguro Social para evitar la desaparición de los fondos solidarios para pensionar a los trabajadores; su permanente creatividad que lo llevó a editar Corre la Voz y su carácter hicieron posible crear un lazo permanente de comunicación.
Él, significó nuestra memoria. Su lucha centrada porque se hiciera justicia a quienes cayeron el 2 de octubre fue lección permanente. Como otros líderes o dirigentes estudiantiles del 68, Raúl Álvarez Garín fue el heraldo para no olvidar, para no permitir que el olvido y la injusticia nos manchara. En la Plaza de Tlatelolco hay una estela con 38 nombres, de jóvenes hombres y mujeres que el 2 de octubre perdieron la vida. Nunca sabremos realmente de que tamaño fue la pérdida.
El no se adocenó, no se incrustó en los espacios de poder; crítico y con frecuencia decidido en todo lo que hizo, nos llevó también a discusiones y contradicciones. Él militante, yo observadora de la realidad desde mi periodismo, también nos unió en el aprendizaje humano y profundo. Teórico y práctico.
Con la desaparición de Raúl, el integrante de Punto Crítico, pienso que se va lentamente mi generación. Esa que rompió muchos cercos de invisibilidad. Con él no pude compartir mis preocupaciones por la emancipación de las mujeres, pero si otras muchas cosas importantes en este trayecto entrecortado de los derechos para las mayorías. Y eso tiene un valor indeleble y sustantivo.
México es diferente. En la plaza de Tlatelolco, en las paredes de Lecumberri, en los caminos minados por la sangre de unas y otros en estos 46 años, se ha marcado y reanimado la lucha del pueblo por las libertades y la justicia. Hoy un movimiento de estudiantes politécnicos le están haciendo un homenaje a los raúles de todos los tiempos, a las mujeres que desde 1929 fueron presencia, que con su participación consiguieron la libertad de cátedra y la posibilidad de conseguir que la educación mexicana pudiera construir ciudadanía e identidad para el progreso y la paz. Todavía a ellas no se las reconoce. Todavía se lucha por una educación para el conocimiento, completa, científica y democrática.
De Raúl hablé hace muy pocos días a mi nieta de 9 años y a mi nieto de 7. Seguramente los ecos de esa conversación llegaron a Raúl que ya estaba en el hospital. Increíble, les conté cuando frente a mi casa tomamos café, en el Parque de las Américas. Mi nieta y mi nieto me preguntaron qué significado tenía la Plaza de Tlatelolco, qué era una huelga estudiantil, por qué el movimiento fue masacrado y por qué no podemos olvidar aquel momento en que circunstancialmente yo también participé.
Hay miles de páginas escritas sobre Tlatelolco. Ya nadie puede agregar más. Lo cierto es que Álvarez Garín, como la Tita y la Nacha; como las madres que antes y hoy buscan a sus hijos e hijas; nos tiene que remitir desgraciadamente a esa etapa que se llamó Guerra Sucia, la guerrilla que se bifurcó por el país; las promesas democráticas imposibles en nuestro sistema económico. Pero él, como otros cientos de hombres y mujeres, existen para recordarnos, todos los días, que vale la pena estar frente a las injusticias sin miramientos, sin doblarnos, sin adocenarnos y sin descanso.
De 1968 a la fecha hay que lamentar los asesinatos encaminados a cientos de dirigentes, hombres y mujeres, que han luchado por la tierra urbana y rural; por los salarios y los derechos de las y los trabajadores; por las libertades democráticas de expresión y participación; por la infinita y permanente demanda de los derechos humanos de las mujeres; por el voto bien contado; por una educación democrática y plural; por el cese de la violencia y a las detenciones extrajudiciales; por la humanización de las cárceles; por la aparición de las y los desparecidos; por el cumplimiento del debido proceso; por el cese de la violencia contra las mujeres; por el derecho al aborto; por la plenitud de la vida.
Luchadores y luchadoras que han perdido a una de las personalidades más fantásticas y aleccionadoras que nos han dejado una huella en el corazón y la fuerza para conquistar, como decía Rosario Castellanos, otra manera de vivir, otra forma de ser, otro camino que recorrer, donde seamos iguales, libres y felices.