Una ciudad desaparecida
ARGENTINA CASANOVA
Para mucha gente hablar de la pandemia del COVID se volvió una discusión innecesaria, poco a poco nos acostumbramos desde aquel anuncio de la OMS de que entrábamos en una pandemia hasta el día en el que poco a poco empezamos a abandonar el pánico colectivo para transitar a la cómoda indiferencia necesaria. Pero la realidad es que ningún lugar del mundo ni ninguna persona podrá volver a ser la de antes del COVID.
La pandemia sacó lo mejor y también lo peor de las sociedades, de los países, y las personas en lo particular, nos ha mostrado nuestros miedos y también nuestra proclividad al “sálvesequienpueda” para dejarlo todo atrás y encerrarnos, aislarnos, lavarnos las manos y evitar a las personas, a la familia, cuidándolas y cuidándonos por el miedo que llegó a ser paralizante.
Supimos y confirmamos que la violencia contra las mujeres se agudizó con la convivencia con los agresores, que las niñas y niños pasarían más tiempo con sus violentadores, que el mundo no estaba listo para convivir en espacios cerrados y con el miedo como un habitante más, que estábamos más solas y solos que nunca y terminaríamos siendo la reproducción del siglo XXI, de la mujer y el hombre videns que Sartori predijo.
Pero todo perdió lógica y orden, a pesar de que resistimos y aprendimos a convivir con el miedo, a toparnos de frente con él cada vez que teníamos noticias de que alguien conocido moría, vimos nuestras redes sociales llenarse de pésames y publicaciones de gente conocida que enfermaba y el temor a enfermarnos o a que se enfermara alguien conocido nos invadía. Nos volvimos frágiles y fuertes en la resistencia.
Las feministas reflexionamos cómo seguir construyendo, cómo continuar nuestras tareas que desde la sociedad civil o desde los espacios laborales sirven para impulsar la búsqueda de un mundo más justo para las niñas y las mujeres, incluyendo condiciones para afrontar la pandemia.
Después de más de un año de vivir en la “pandemia”, hace apenas unos días por primera vez sentí el terror de que algo pudiera pasar a un familiar a causa del COVID, sentí el sobresalto de no saber qué seguía, de contar la oxigenación y de querer tener la certeza de que estábamos haciendo lo correcto con el tiempo necesario para evitar complicaciones. Ese sobresalto es el que me recordó los primeros días de la pandemia, el empezar a tener noticias de amigos -particularmente hombres- que murieron a causa del virus, gente adulta mayor y luego gente de mi generación, ex compañeros de trabajo periodístico, amigos queridos a los que hacía tiempo no veía por el cambio de ciudad y por los cambios laborales, y cuyos nombres se sumaban a la lista de ausentes.
Y esos nombres, sus rostros y los de muchas personas más habitan una ciudad imaginaria, una ciudad como Campeche con poco más de doscientos mil habitantes cuya población total desapareció en un año. Porque así es como lo he percibido al escuchar en las noticias de la radio el dato de que hay un acumulado total al 20 de julio de 2021 de 236 mil personas fallecidas a causa del COVID. Una cifra similar al número total de habitantes de la ciudad de la que soy originaria.
Una ciudad pequeña en comparación con los núcleos urbanos de México, pero una ciudad que nos permite darnos una idea de cuántas personas se han ido, y que el miedo que siempre nos acompañó aunque parece domesticado sigue carcomiéndonos los huesos y los sueños.
Sí, imaginar que de repente desapareciera una ciudad con sus 236 mil habitantes es quizá el ejercicio más certero para dimensionar la tragedia, un pueblo entero con personas que tenían sueños, anhelos, trabajos, familias, una comunidad entera que ya no está. Sillas vacías, casas vacías, sueños sin cumplir, citas de café que nunca se cumplirán, reuniones que no se realizarán con esas personas.
Y lo pienso así porque en enero del año pasado en el vuelo de retorno a la Ciudad de México encontré a un amigo campechano y tras una breve conversación en la que nos pusimos al día de qué hacíamos y en qué estábamos, acordamos un café, un café que en febrero no se hizo porque estábamos en cosas distintas, en marzo yo viajé a Colombia y se suspendieron viajes a Honduras, a Morelos y a Ecuador que pensaba hacer, luego se vino el aislamiento que pensamos duraría 15 días inicialmente, y el mundo cambió. La vida nos cambió.
Ese amigo, y muchos otros más ya no están. Son habitantes de esa ciudad imaginaria que ha desaparecido con todos sus habitantes, son todos los mexicanos y mexicanas que están ausentes y cuyas ausencias rompieron algo en todos los que los conocían, quebraron algo en sus familias. Quizá caminamos por las calles vacías de esa ciudad imaginaria y sabemos que alguna vez hubo sonrisas y vida, y que hoy solo nos queda continuar conscientes de que somos sobrevivientes y tenemos que seguir luchando por vivir lo mejor posible en memoria de quienes ya no están.