¿Qué debemos entender por estado laico?
AQUILES CÓRDOVA MORÁN
Para explicar y justificar su decisión de otorgar un canal de televisión a las Iglesias Evangélicas, el presidente de la República definió en días pasados lo que entiende por Estado Laico. Según él, es deber de tal Estado tratar a las distintas Iglesias de manera igualitaria, sin inclinarse en favor de ninguna en particular; reconocer a todos los credos religiosos el derecho a existir y practicar libremente el culto respectivo, sin restricciones de ninguna clase. En tal contexto, dio la noticia de que contempla dotar de un canal de televisión a todas las Iglesias, siempre y cuando lo utilicen para “moralizar” al pueblo.
Quiero comentar primero la pretendida equidad de la decisión presidencial junto con la precondición de que todas las Iglesias usen su canal para predicar moral a los ciudadanos. La equidad o imparcialidad presidencial solo se sostiene lógicamente si se acepta como un hecho dado, no solo su igual derecho a mantener, ejercer y difundir su doctrina, sino también su plena igualdad en términos del influjo y potencia espiritual que ejercen sobre la sociedad, factores que derivan, evidentemente, del número de sus fieles y de su presencia real y cotidiana en el territorio nacional. Y esto último, como lo sabe cualquiera, no se cumple ni de lejos en nuestro caso, pues las diferencias en favor de la Iglesia católica son enormes: cuando menos el 85% de los mexicanos son seguidores de esa religión.
Dimensionadas, así las cosas, resulta claro que darles a todas unas canales de televisión alegando el laicismo del estado mexicano, es una falacia, un error de lógica evidente, porque se pretende como justo y equitativo el trato igualitario a lo que es absolutamente desigual en los hechos, lo cual es, más bien, una flagrante injusticia. Y no importa mucho si tal error es voluntario o inconsciente, pues su efecto práctico es el mismo: favorecer el crecimiento y difusión de los credos minoritarios dotándolos de iguales armas de propaganda que a la religión dominante. Tampoco conozco el punto de vista de la Iglesia católica; pero sí puedo afirmar que le asistiría la razón en caso de que decidiera recusar la medida presidencial.
Sobre la precondición de “moralizar”, creo que hay otro error evidente. Primero, porque no existe (o al menos nadie la conoce) una moral laica única, precisa, bien definida y plenamente aceptada por todo el mundo como la “verdadera moral”, como la “moral eterna y universal” válida para todo el género humano. Tal moral es patrimonio exclusivo de la religión, de cualquier religión, porque solo ella puede invocar a Dios como la fuente y el modelo eterno y perfecto de la moral que prescribe a los hombres. Pero resulta que, precisamente por eso, cada credo religioso sostiene y difunde una moral distinta (y a veces radicalmente antagónica a las demás), de donde se deriva la misma dificultad de una moral única para todo el mundo. Debemos preguntar entonces: ¿qué moral es la que deberán difundir obligatoriamente los canales manejados por las iglesias?
En segundo y no menos importante lugar: ¿con qué patrón medirá el Estado mexicano el cumplimiento de esa “precondición”? Para ello es indispensable una moral única y bien definida que ya vimos que no existe. Es posible que el presidente tenga muy clara y definida su propia moral; pero, aunque sea la del presidente, no pasa de ser una moral individual, no sancionada por el todo social y, por tanto, exactamente con la misma validez que la de cualquier otro ciudadano mexicano. El presidente no puede, por tanto, imponer la suya a nadie, y menos a las iglesias. Si lo hace, todos quedaremos autorizados a intentar lo mismo, lo cual desataría un conflicto social de impredecibles consecuencias. Además, imponer y vigilar el contenido de lo que deben publicar los canales religiosos (o cualquier otro medio), es censurar la libertad de expresión y de pensamiento, para lo cual no está facultado ni el gobierno ni el presidente. La precondición esgrimida más bien hay que leerla como un intento de disfrazar el propósito de apoyar y favorecer a las Iglesias Evangélicas.
Paso a formular mi punto de vista sobre la definición presidencial del Estado Laico. Opino que tal definición es parcial, unilateral y reduccionista y, por tanto, incapaz para caracterizar correctamente este tipo de Estado. La esencia del Estado Laico no es solo la tolerancia y el trato equitativo a todas las Iglesias, aunque este sea un requisito infaltable en la sociedad moderna. La esencia del Estado Laico es la absoluta, precisa e inviolable separación de poderes entre el Estado y la Iglesia (o las iglesias). En virtud de tal división de poderes y de funciones, ni el Estado puede invadir o usurpar los terrenos de la religión ni ésta puede hacerlo respecto a la jurisdicción del poder temporal. En ambos casos se provocan graves conflictos y grandes males a la sociedad, es decir, a la base misma que sostiene y sustenta a ambas estructuras.
Establecer con toda precisión y sin equívocos las fronteras entre el Estado y la Iglesia no es cosa fácil. Los teóricos del liberalismo que se han ocupado del problema llevan siglos tratando de hacerlo sin haber logrado dar cima a esa tarea. A pesar de lo cual, hoy es posible afirmar que tal separación de poderes es lo suficientemente precisa como para ponerla a funcionar con un margen de error relativamente pequeño, salvo que cualquiera de las partes pretenda ignorarla o violarla por así convenir a sus intereses.
John Locke, en su “Carta sobre la tolerancia”, dice lo siguiente: “Para que nadie cubra su ansia de persecución y su impía crueldad con el pretendido cuidado de la comunidad social o el respeto a la ley (¡ojo, señores legisladores de Morena!); de que otros se escuden en la religión para buscar libertad a sus desarreglos e impunidad para sus delitos (la pederastia de ciertos sacerdotes católicos o los “desarreglos” del líder de “La luz del mundo” son pura coincidencia); de que, haciéndose pasar por súbdito del príncipe o servidor de Dios se engañe a sí mismo y a los demás, considero que es necesario distinguir el menester civil y el religioso estableciendo la frontera entre la Iglesia y el Estado”. Este sabio inglés del siglo XVII, que no era ateo ni mucho menos, nos advierte que el daño nacido del abuso del poder o del intento de extenderlo más allá de lo que es lícito, puede venir tanto del Gobierno civil como de la Iglesia, y que, por tanto, trazar la frontera entre ellos es una necesidad vital para beneficio de la sociedad.
“Considero –dice Locke– que el Estado es una sociedad constituida para conservar y organizar intereses civiles, como la vida, la libertad, la salud, la protección personal, así como la posesión de cosas exteriores como la tierra, dinero, enseres, etc. Es deber del gobernante, por medio de leyes equitativas para todos, cuidar de que todo el pueblo y cada súbdito disfrute de la posesión justa de las cosas mundanas. La violación posible (…) a estas disposiciones debe ser contenida por el castigo (…) el magistrado tiene en sus manos el poder de todos los súbditos para imponer castigo a quien viole el derecho ajeno”. He aquí definidos en forma lapidaria y contundente los deberes y funciones del Estado civil, del Estado Laico, sin los cuales pierde legitimidad y razón de existir.
La tarea esencial de la religión, en cambio, según Locke, consiste en convencer a los hombres de obedecer la voluntad de Dios en todos los actos de su vida; en acatar y cumplir sus leyes y mandamientos tal como Él los ha revelado a los seres humanos. El propósito último de esta labor de convencimiento es la salvación del alma del creyente, y aunque muchos de los actos de su cuerpo pueden dañar su alma, la Iglesia solo puede señalarlos como pecados y combatirlos mediante la persuasión, pero nunca convertirlos en delito para reprimirlos por la fuerza. Eso es invadir las funciones y la jurisdicción del Estado. La salvación del alma es deber exclusivo de cada persona, y nadie puede ser obligado a salvarse por la fuerza. Dice Locke: “Nadie puede creer conforme a dictados de otro y toda la fuerza de la religión verdadera radica en la interna persuasión” de cada hombre y de cada mujer. Quien adora a Dios obligado por otro, no abona a su salvación sino a su condena, pues “al ofrecer a Dios el culto que no cree adecuado, agrega a los pecados (ya cometidos) el de la hipocresía y el desprecio a la divina Majestad”.
Así, el delito y el castigo, es decir, el uso de la fuerza, son exclusivos del poder del Estado; el pecado, la persuasión y la condena moral que precede a la eterna, son arma exclusiva de la religión y de la Iglesia. Cuando un gobierno o un gobernante se mete a moralizar, o cuando deja de usar la fuerza para perseguir y castigar el delito y la sustituye por el “perdón” y el “amor al prójimo”, se está arrogando facultades que no tiene, que son exclusivos de Iglesia; está invadiendo sus terrenos y, además de un gravísimo error práctico, está violentando el Estado Laico, aunque afirme lo contrario. Cuando la Iglesia se opone a la despenalización del aborto, que tiene que ver en primera instancia con el cuerpo, y exige que ese pecado se castigue como delito, se sale de sus funciones e invade las del Estado. Ella está en su derecho de combatir el aborto como pecado, predicar en su contra y amenazar a la abortadora con el castigo eterno, pero debe dejar en manos de ésta la salvación de su alma y no tratar de imponérsela con la fuerza del Estado. Si lo intenta, estará abriendo la puerta a las peores violencias e injusticias contra la libertad de conciencia de la criatura humana, hecha a imagen y semejanza de Dios, nacidas del maridaje perverso entre el poder temporal y el espiritual, como lo documenta sin falta la historia de todas las tiranías.