Por un modelo social justo, incluyente y democrático
LUIS GERARDO ROMO FONSECA
“En México, como en varios países del mundo, la democracia está dejando de existir gradualmente para dar paso a un régimen de totalitarismo suave, producto, por supuesto, del neoliberalismo”, señala el ensayista y cineasta paquistaní Tariq Ali. Efectivamente, hoy en día, somos testigos del patente fracaso del modelo económico neoliberal en prácticamente todo el mundo, comenzando con la crisis argentina de 2001 hasta manifestarse con más fuerza en el año 2008 con la gran crisis financiera mundial. Como señala el escritor y politólogo español, Enrique Gil Calvo: “la consecuencia es el enriquecimiento de la minoría que gestiona la crisis a costa del desclasamiento de la mayoría de la población. Y aunque un hecho tan brutal choque frontalmente con el ideal democrático de igualdad entre todos los ciudadanos, este fortísimo ascenso de la desigualdad es pasivamente aceptado por la mayoría de la opinión pública, que lo interpreta con resignado fatalismo como efecto inevitable de una crisis excepcional”.
El descontento general y la indignación crecen a lo largo y ancho del planeta: en Grecia, España, Israel, Gran Bretaña, Estados Unidos y Chile. La gente padece grandes carencias hasta en lo indispensable para vivir y muchas personas están perdiendo sus casas en Estados Unidos; en España hay un gran desempleo y en Chile crece el malestar a causa de la privatización de la educación.
Por nuestra parte, el saldo del modelo neoliberal implementado en nuestro país desde hace tres décadas es evidente: los niveles de pobreza se han disparado, tal y como lo demuestra las mediciones del Consejo Nacional de Evaluación de Política Social (Coneval), que indican que hoy en día existen más de 52 millones de personas pobres en México. Durante los últimos 30 años y, más en fechas recientes, el deterioro en la capacidad adquisitiva de los salarios, el aumento del desempleo, la distribución asimétrica del ingreso y de la riqueza nacional, así como la reducción del gasto público para el bienestar social han sido una constante.
La desigualdad y la imposibilidad de acceder a oportunidades dignas de vida por parte de la mayoría de la población son muy evidentes, bajo este paradigma basado en la reducción en el gasto público y, en particular, de los programas sociales (incluyendo la educación, la salud, las pensiones y las jubilaciones, el transporte público y la vivienda); en la venta de empresas estatales junto a la implementación de mecanismos de desregulación para evitar la intervención del Estado como eje equilibrador ante las distorsiones que genera el mercado.
De por sí, históricamente, la distribución funcional del ingreso nunca ha sido buena en México, pero bajo el modelo neoliberal empeoró drásticamente; mientras las ganancias empresariales («excedentes de operación») pasaron del 52.8% del Ingreso Nacional Disponible (IND) en 1981 al 61.6% en 1991, las remuneraciones de los asalariados pasaron del 42.6% del IND en 1981 al 29% en 1991. Así mismo, entre 1983 y 1992, 10.4 millones de jóvenes no contaron con un empleo remunerado y se estima que alrededor de un tercio de ellos emigraron de manera ilegal a los Estados Unidos («El Modelo Neoliberal Mexicano: Costos, Vulnerabilidad, Alternativas», José Luis Calva).
Durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari la inflación creció un 15.9% de promedio anual, a su vez, el Producto Interno Bruto (PIB) alrededor de un 3% en promedio y el salario mínimo perdió su poder adquisitivo un 24%; si sumamos estas cifras con las del sexenio anterior (de Miguel de la Madrid), en 12 años se registró una pérdida de casi el 66% de su valor real. De esta forma, una vez concluido el sexenio salinista fue patente el fracaso del pregonado «liberalismo social» -eufemismo ideológico para encubrir la imposición neoliberal-, debido a que el empobrecimiento de la población aumentó considerablemente. Bajo el mandato de Ernesto Zedillo, esta tendencia de deterioro continuó al presentarse una pérdida de 51% en el valor real del salario mínimo.
Por lo que toca a los últimos 12 años, México registró una pérdida acumulada del salario mínimo de -24.42%; es decir, la peor comparada con Brasil, Uruguay, Perú, Guatemala y Costa Rica, según revela un estudio del Centro de Análisis Multidisciplinario (CAM) de la Facultad de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), titulado «93 tendencias del poder adquisitivo en seis países de América Latina 2000-2012». También señala que durante el gobierno de Felipe Calderón, el salario mínimo perdió alrededor de un 42% de su poder adquisitivo; pero no sólo eso, sino que el 50% de los trabajadores mexicanos gana menos de tres salarios mínimos al día, cantidad insuficiente para pagar alimentación, vestido, vivienda, educación y esparcimiento. Esta disminución del salario actual se traduce en la pérdida de casi la mitad del valor que tenía al inicio del sexenio calderonista y del 75% de lo que representaba en 1978, cuando tuvo un mayor poder adquisitivo, de acuerdo con cálculos del CAM de la UNAM. El saldo socioeconómico del neoliberalismo es más que claro.
Por otro lado, bajo dicho modelo, no solo se mercantilizan los sistemas de bienestar social, sino también se limitan los espacios de poder institucional considerados esenciales como la seguridad o la justicia. La exclusión social y la falta de acceso -no sólo a niveles mínimos de bienestar y oportunidades para que los individuos se desarrollen-, sino a la justicia, a los bienes culturales y a un entorno de tranquilidad, atenta contra la vida democrática o en otras palabras: la democracia formal tiene que ir de la mano con la democracia social. Esto debido a que no es posible imaginar una sociedad integrada, pacífica, justa y con instrumentos efectivos de concertación; en un contexto de miseria generalizada que socava el ejercicio de una ciudadanía plena, así como el goce de los derechos más elementales por parte de grandes sectores de la población.
Ahora en México tenemos que luchar por defender un modelo de país sustentado en un profundo sentido social y democrático; sin dogmatismos y con reformas que nos proyecten con más fuerza al futuro, pero con lineamientos claros y firmes para dejar atrás el proceso de exclusión social y el debilitamiento de las instituciones. Recordemos que la democracia se encuentra en riesgo, tanto en su esencia como en su aplicación, cuando las mayorías no tienen acceso a la salud, a la educación, al empleo, a la protección de sus derechos y mientras las instituciones sigan chocando con una sociedad degradada por una economía cuya riqueza y beneficios no se distribuyen equitativamente, sino al contrario.