Pasión contra pasado (Cuento)
SIMITRIO QUEZADA
Frente a la entrada, palmeras custodiaban el estacionamiento. Los sonidos eran pasos, ruedas de maletas sobre la acera y hojas arrastradas por una brisa californiana. Volteaba para reconocer el edificio: con cúpula y tejados rojos, la central de autobuses de Santa Ana parecía iglesia o fuerte costero. Sentado en la orilla de la fuente, las cuatro astas que tenía delante parecían uñas de alguna bestia dormida bajo tierra. La acera carmesí confirmaba la apreciación. Autos iban y venían mientras me figuraba que en cualquier momento despertaría la fiera.
Fabiola llegó radiante, cabello suelto, sonriendo. Extendió el brazo para abrir la puerta y subí con el asombro y mi equipaje. Cuando acercó el perfil para que la besara, pude aspirar nuevamente el olor a manzanilla en su pelo. Me sorprendió también la música en el estéreo: tras cuatro años en California, imaginaba que Fabi escucharía Red Hot Chili Peppers o Eminem. Sin embargo la voz de Montaner se hacía presente como aquellas tardes en Delicias, cuando platicábamos entre las macetas de su patio.
―Pasado mañana cumplo un año y un mes ―tocó su ceja izquierda―. Es curioso: ese día cae en friday thirteen.
No sabía qué decirle. Su prima Lorena me buscó a las tres semanas y entonces también quedé sin palabras. Miré mis uñas mientras recordaba la promesa entre los helechos. «¿Por qué vienes a contarme esto?», contesté después de aquel silencio. «No lo tomes mal. Sólo siento que ahora Fabi necesita apoyo de un amigo». La misma Lorena me dio el e-mail del trabajo de su prima: [email protected]. Lo pensé dos días con sus noches antes de escribirle. Sólo por eso me creé una cuenta de correo electrónico.
―¿Qué piensas?― viró a la izquierda y topamos con el rojo del semáforo. Pensaba yo que era mejor no quedarme en su departamento. Iría a un hotel Travelodge o Ramada porque ―aunque lo hubiéramos acordado en los correos― no permitiría que ella me hospedara en «el otro cuarto», el desocupado.
Aprovechando su empleo en paquetería, Fabi me enviaba postales y regalitos. Por cartas reales y virtuales me comentaba sobre esa nueva etapa de su vida y las últimas veces en que, habiendo él ido a buscarla tras el divorcio, ella lo rechazó.
―Pero siempre me cuidé ―su orgullo parecía hablar más para sí―. Imagina si me hubiera embarazado de él… Antes de llegar a casa vamos por un café. En este mall venden unos con almendra que te encantarán.
No fui a su boda por razones obvias. La misma Lorena pretendía olvidar que ella estuvo entre quienes se desviaron al salir de esa misa para sonar los claxons por mi calle. Mi hermano Alfredo dijo que ni siquiera había pasado el coche de los novios: «Se clavan estas viejas. Y lo hacen nomás para remacharte la herida las cabronas…».
Como el café me hace daño, pedí chocolate. Comprobé la textura artificial de las bebidas gringas y el exceso de azúcar en la crema batida. Fabi se veía estilizada: cabello demasiado lacio, rostro delgado y un constante «so» en su plática. Ella no advertía esto último ni sus manos que, lentas, rompían el sobre de azúcar dietética.
―Estoy feliz por haber recuperado tu amistad. Y más porque decidiste pasar vacaciones acá; so prometo que esta semana será inolvidable: yo me encargo.
Dejé que pusiera su mano sobre la mía sólo para recordar cuando yo tomaba la suya cinco años antes. Sentí el peso de las circunstancias distintas; incluso Alfredo se enojó porque acepté ir a Santa Ana. «No hagas esa pendejada, hermano. Tanta pinche vieja ¿y tú resucitando momias?».
Con un inglés bien pronunciado, ella pidió el segundo café. Preguntó si quería yo otro chocolate y me negué, agradeciéndole. En ese instante volví a llamarle «Fabi» y sonrió entornando los ojos. Lo dije sin querer, quizá por estar recordando el pasado. Al tiempo me sentía en esa cafetería y su patio, delante de ella, tomándonos las manos… Antes de partir, yo había hablado con mi madre sobre el viaje: «Debo enfrentar esto de una vez. Ve que he tenido otras novias y no ha funcionado». Ahora el momento estaba ahí y debía actuar, decir algo. Repetir «Fabi» no haría más que incitarla a seguir acariciando mis manos.
Sus gestos al tomar café eran los de antes. Dejé que eso me conmoviera y entonces deseé besarla. Al comenzar a hacerlo, ella metió su lengua y presionó mi mejilla. Paladeé al instante el dulzor combinado con acidez de la cafeína y algo de jarabe de almendra. ¿No era yo otro ahí, junto a quien había sido mi amor? Ese beso húmedo fue un golpe más a nuestra primera historia, cuando ella era tímida y nos besábamos con pequeños roces tras las macetas de helechos, después de que su madre saliera al rosario y Clara se quedara en la sala viendo llorar a Victoria Ruffo.
Besarla entre tanta gente era besarla menos. Además ya no era la misma: esta Fabiola Montes había tenido otro nombre. Fue esposa de él por casi tres años; por él dejó nuestro noviazgo y hasta le dio en dos meses lo que yo quise conquistar en once. Un verano le bastó al pocho para seducirla, pedir su mano y poner a sus amigas en mi contra, las que dijeron que se me durmió el gallo, que fui muy cursi, que aquel güero era mejor que yo.
―Debo hablar mucho contigo, so vámonos de una vez―. Al levantarnos soltó un billete de veinte y me tomó por la cintura. Quiso besarme de nuevo y la esquivé. Intentaba asumir la situación a la que había llegado.
Sabía yo que el viaje era largo y costoso. Primero debía transbordar de Juárez a El Paso. Otro autobús me llevaría a Santa Ana: en esas catorce horas estuve considerando si Alfredo tenía razón. En realidad ―lo supe después― Fabi buscaba un hombre cabrón, que atrajera a muchas, y cuando llegó el tal Erick creyó encontrar a su príncipe. Entonces me confesó no ser yo el hombre que ella esperaba y prefería intentarlo con quien ya la había besado «sin querer». Quizá no debí abandonar Delicias, pero dejaría intacta la duda si daba marcha atrás. Después de cuatro años el cansancio era supremo, y yo buscaba continuar mi vida sabiendo qué pasaría conmigo y mi ex.
Su departamento estaba sobre la calle First. Allí vivía desde su divorcio, sin mascotas ni plantas. Los primeros meses estuvo con ella una compañera del FedEx, pero salieron de pleito. «Éste será tu cuarto», dijo sonriendo e imaginé a Fabi en el mismo sitio expulsando a la roommate. La imagen me fue marea.
Dentro del cuarto volvió a sonreír para empujarme a la cama, desabotonando mi camisa. Me avergonzó pensar que, por el viaje, seguramente olían mal mis axilas; pero ella bajaba de mi cuello al torso sacándome el cinturón. Un estremecimiento me hizo acariciar su espalda. Fabi buscó mis ojos quitándose la blusa y el sostén. Tenía su cuerpo entre mis manos. Tocaba yo su costado tratando de sentir cada costilla, palpando el calor en su piel. Fabi, quien fue mi novia seria, al fin estaba conmigo. Pero ¿era esto lo que yo buscaba?
Luchaba contra ella y contra mí. Era batalla de dos contra uno, de pasión contra pasado. ¿Debía perdonar a Fabiola y regresar con ella? Sin creerlo, ahora la miraba delante, encima de mí, los senos desnudos, frotando la mezclilla de su pantalón sobre mi trusa. Ésta podía ser la primera vez que nos habíamos prometido en el noviazgo. Confieso tontamente que nunca lo había hecho, ni siquiera con prostitutas: tanto estimé mi relación con ella. Ahora podía dejar el pasado atrás y sentirme alumno de Fabi; pero eso mismo me hacía no olvidar que, después de todo ―por eso estábamos así― ella había sido alumna de Erick.
Sucedió mientras ella bajaba mi trusa. Tras jurar que siempre me quiso, que me extrañaba, que todo podía ser como antes, me acorraló la confusión y ―me apena mucho confesarlo― comencé a llorar. Ella volteó a preguntarme si me había lastimado. Fabiola preguntaba por el dolor físico y eso me parecía más absurdo. Solté nuevos sollozos y se acercó. Acariciando mi cabello, también mostró el llanto.
El suyo era de arrepentimiento; el mío, de coraje. Mi erección comenzó a apagarse y ella repetía «soy una idiota, lo siento mucho, holy shit, no debí dejarte». ¿No sabía yo que Fabi me invitaba a Santa Ana para llegar a esto? ¿Por qué caer en su juego? Ahora estaba convencido de su sinceridad pero, aunque lo quisiéramos, el pasado no vendría a nosotros. Fue un error haberle escrito y re-presentarme como su amigo, ilusionándome secretamente con volver a aquellos días. Fabiola demostraba ser otra y ajena, aun después de su divorcio.
No tuve relaciones con Fabi. Cuando se metió al baño y me dejó acostado, gimoteando, me vestí para salir con maleta en mano. Desde la persiana de un restaurante filipino, dos cuadras adelante, vi su coche y a ella buscándome por las aceras. Esperé una hora y desde ahí llamé a un taxi para que me llevara a la central. A punto de llegar divisé de nuevo su auto y pregunté al taxista si había otra terminal. A bordo de un Golden State busqué las playas de San Clemente, donde estuve dos días mojando mis pies.
En Delicias encontré dos envíos FedEx. No me acerqué a ninguno. Mamá dijo que Fabiola llamaba para saber si tenían noticias de mí, por eso se habían alarmado en casa. Abracé otra vez a mi madre y a Alfredo. Con él platiqué toda la tarde y me di cuenta de qué gran hermano tengo. Él contestó el teléfono esa noche y pidió a Fabi no volver a llamar. Sin embargo una semana después volvió a la carga: su prima Lorena fue a buscarme. Con ella envié mi último recado a Fabiola: «Se acabó mi inquietud. Fui a buscarte a California y no pude encontrarte».
Amanece. Ningún sol me gusta si no se filtra por los cerros de Delicias. Hay mucho trabajo para hoy: Alfredo y yo pintaremos la casa. Mi madre estará muy contenta; ya imagino su sonrisa a la hora de comer. Desde el ropero me mira el pantalón que plancharé más tarde. Quizá esta noche vaya a visitar a Luz María, la mejor amiga de la novia de Alfredo. Vive en una casa fresca, de adobe, muy arreglada. Nunca había visto en un patio macetas tan grandes, todas repletas de helechos.