No olvidar al hombre

AQUILES CÓRDOVA MORÁN

Insisto en que la «lucha por la democracia» es la forma en que las capas y grupos desplazados del poder, pero que se sienten con derecho a él, traducen y aprovechan las coyunturas del descontento popular que se debe, siempre, a causas de orden muy distinto, totalmente materiales y tangibles.

El riesgo de la confusión, como lo demuestra palmariamente la experiencia de don Francisco I. Madero, estriba en considerar que el problema ha quedado resuelto desde el momento en que los grupos que agitaban y chillaban por su cuota de poder, quedan incorporados al mismo mediante una «reforma política» o mediante una «negociación» de alto nivel, tal como consideró en su momento el apóstol de la democracia a raíz de los tratados de Ciudad Juárez.

A partir de ese momento tirios y troyanos, como también lo demuestra hasta la saciedad la experiencia histórica, antes enemigos irreconciliables, comienzan a identificarse en su enfado contra la «incomprensión», la «intransigencia» y la falta de «sabiduría política» y «concertadora» del pueblo llano y terminan uniéndose en su contra al considerarse igualmente cuestionados y agredidos por las demandas populares. Este es el verdadero inicio de las revoluciones violentas.

A mí me parece de lo más urgente y oportuno sacar a colación estas verdades elementales, a la vista de los acontecimientos histórico-políticos por los que viene atravesando el país entero. Todo mundo habla de «democracia», todo mundo (es decir, «todo mundo» que tiene interés y poder para hacerse oír) exige «democracia”, hay «consenso» entre politólogos, intelectuales, funcionarios públicos, políticos «de carrera», periodistas y tutti quanti, acerca de que «el problema fundamental» de México es, hoy por hoy, el de la falta de una «auténtica democracia» (¿Como cuál?). No es por ello, nada remoto el peligro de que todas esas fuerzas caigan en el espejismo de considerar resuelto el problema, en el momento en que un más equilibrado reparto del poder deje mínimamente satisfechos a todos los representantes de las mismas.

El peligro mayor, como es natural, lo corre el PRI, el partido del poder o en el poder (que no está para mí muy claro cómo hay que llamarlo), sencillamente porque es el que tiene más qué perder. Es él, sus hombres más conspicuos e inteligentes, el que tiene que entender, en primer lugar, que el descontento del pueblo, de los trabajadores, de la gente común y corriente, no radica en que quiera más diputaciones, senadurías, presidencias municipales o puestos públicos; que su exasperación no proviene exactamente de que no se le deje hablar libremente o votar igual en las convenciones del partido en que se toman las «grandes decisiones», etc., etc., sino de la falta de empleo, de salario suficiente, de vivienda, de caminos, de escuelas, de centros de salud, de la falta de un mínimo de bienestar y de seguridad social en general, pues.

Quienes diseñan y ponen en práctica la política nacional, deben convencerse de que la irritación y el descontento de la gran mayoría de la población del país no cesará como por encanto porque en el futuro próximo vayamos a tener una cámara de diputados «la más plural» de la historia, «porque por primera vez vayan a abrirse las puertas del senado a la oposición», o porque hayamos tenido las elecciones más «limpias, vigiladas y copiosas» de la vida independiente del país. Deben de entender que, más que esto, lo que urge, lo que la gente reclama, lo que sí vendría a ser un auténtico remedio a la calamitosa situación que se padece, es una enérgica reorientación de la política económica, de modo que dejen de privilegiarse ciegamente los intereses de una burguesía enclenque, voraz y chantajista y los de la banca usuraria internacional, y se comiencen a atender en serio los reclamos de justicia social, de redistribución equitativa del ingreso y de la superficie del territorio nacional, por parte de las grandes masas empobrecidas.

Y hay que remarcarlo con toda energía aunque parezca inútil, aunque parezca un abuso en contra de la inteligencia, que el reto no está sólo en entender todo esto, en convencerse de que es verdad, que ése es el verdadero planteamiento completo del problema, sino en acopiar la decisión profunda, la «voluntad política «, como se dice ahora, para pasar de los «análisis», de los «planteamientos políticos», al árido y difícil terreno de los hechos. De otro modo (es mi convencimiento profundo y desinteresado) todo lo hecho hasta hoy, y lo que se haga en el futuro, en materia de concesiones a la oposición y de «democratización» interna y externa, habrá sido en vano.

El reto consiste, entonces, en no olvidar al hombre; en no olvidar que la política, aún la más «científicamente elaborada», no es nunca más que un medio o, mejor dicho, un conjunto de medios cuyo fin no es, ni puede ser otro, que el de resolver a satisfacción las necesidades vitales, materiales y espirituales, de un conglomerado humano.

Y es necesario, por tanto, desechar con toda decisión y energía aquello (planteamientos y hombres) que tienda a torcer y bastardear este concepto y este propósito fundamental de la política; prescindir sin miramiento de quienes pretenden seguir mirando el desempeño público como una fuente de enriquecimiento personal, a espaldas y aun en contra de los legítimos derechos de las grandes mayorías. La «democracia», como quiera que se le entienda, no puede ni debe ser otra cosa que el instrumento para poner en practica la decisión de reorientar la vida económica y política de la nación hacia los intereses populares, entendidos éstos como la esencia y la razón de ser de todo estado y de todo gobierno.

La gran aportación de Maquiavelo a la ciencia política moderna consistió en descubrir que, a pesar de todas las realezas heredadas de sangre, a pesar de todos los designios divinos del príncipe, éste, sí de verdad quiere gobernar en paz y prosperidad, tiene que contar con el apoyo, con el “concenso” mayoritario de su pueblo. De lo contrario, de nada valdrían maniobras, amenazas o astucias.

El problema actual es cómo reconquistar y retener el apoyo y la simpatía de las mayorías populares. La respuesta es, a mi juicio, no olvidarse del hombre vivo y sufriente a cambio de arreglos cupulares sobre esquemas teóricos de democracia abstractas.

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