Madres de Ayotzinapa hacen escuchar su voz para clamar justicia
María Elena es madre de uno de los 43 normalistas que fueron agredidos abordo de un autobús por policías municipales y el grupo criminal “Guerreros Unidos”, el pasado 26 de septiembre en Iguala, Guerrero, mientras “boteaban” para mejorar las instalaciones de su escuela.
Como ella, 30 mujeres más (madres, hermanas, abuelas y parejas) conforman la comisión de familiares de Ayotzinapa. Son campesinas, amas de casa, maestras, empleadas e indígenas. Como sus hijos, están acostumbradas al campo, al trabajo diario, a la tierra árida, a los tiempos difíciles y a la resistencia.
“No tenemos miedo. No confiamos en el gobierno. No vamos a parar hasta encontrar respuestas. Nosotras podemos dar la vida (por ello)”, son las frases puntuales que María Elena dice a Cimacnoticias y quiere que se escriban.
Desde septiembre pasado, relata María Elena, ellas (las madres) no duermen en sus casas, no ven diario a sus familiares, abandonaron sus actividades cotidianas, viajan cada semana a esta capital, encabezan marchas –las de mayor convocatoria en lo que va de la gestión del jefe de Gobierno del DF, Miguel Ángel Mancera–, y repasan el camino donde desaparecieron 43 estudiantes y tres de sus compañeros fueron asesinados.
Pese a que ninguna de las madres se asume como vocera, María Elena decide contar su historia, la de las madres, “porque también tenemos voz, porque podemos expresarnos, porque es importante que la sociedad sepa lo que nosotras sentimos, porque todas y todos tenemos que hablar”.
“GIOVANNI TIENE VOCACIÓN”
Su familia, en la que María cuenta cinco integrantes (ella, su esposo, sus dos hijas y Giovanni), es de profesores rurales. Su esposo egresó hace 30 años de la Normal “Raúl Isidro Burgos”. Su hija mayor también es profesora rural egresada de una Normal para mujeres en el estado de Morelos.
María Elena cuenta que Giovani tenía la ilusión desde niño de ser maestro en una primaria, porque “está impuesto (acostumbrado) a trabajar” y porque tiene vocación. “Mi hijo es muy cariñoso, muy amable, le habla a toda la gente. No es grosero, no está maleado”, describe con voz tranquila.
Pese a las carencias económicas que enfrenta la familia, derivadas del modesto sueldo de su esposo que “si enseña no es por dinero sino por gusto”, el ahínco de Giovanni lo llevó a pasar el examen para continuar sus estudios en una escuela que queda a cinco horas de trayecto desde su casa en la región de Tierra Caliente, Guerrero. En agosto pasado Giovanni finalmente logró su propósito.
“Todos son niños de primero que apenas empiezan a vivir su juventud, por eso no pueden ser malos como quiso decir el gobierno”, aclara la mujer.
María Elena pausa el relato. Eleva la voz y sostiene: “El presidente ya no puede con esto, se salió de su control. El puesto le queda muy grande (a Enrique Peña Nieto)”.
Acostumbrada a las historias de las y los normalistas, María Elena conocía las dificultades que su hijo, en un esfuerzo constante por seguir estudiando, enfrentaba en el internado “Isidro Burgos”.
“Mi hijo es muy inteligente, pero el gobierno no les da dinero para el mantenimiento de la escuela. No quiere que la juventud despierte, quiere que sea analfabeta y que no se defienda”, declara con acento en el inicio de cada frase.
Para María Elena, ama de casa de 44 años, la educación de su hijo se volvió prioridad. Cuando Giovanni entró a la Normal, ella empezó a “ayudar” en el negocio de unos familiares para tener 100 pesos diarios y dárselos a su hijo cada semana o cada 15 días que él volvía.
Del día del secuestro de su hijo, María Elena sabe lo mismo que el resto de la sociedad mexicana, porque –pese a la detención del líder del grupo criminal “Guerrero Unidos”, y del alcalde de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, y su esposa, María de los Ángeles Pineda Villa (presuntos autores intelectuales de la desaparición)– lo único que la Procuraduría General de la República (PGR) les ha confirmado es que “un grupo de policías municipales de Iguala se llevaron a los muchachos y desde entonces nadie sabe, o no quieren decir, dónde están”.
Para María Elena –dice– no sólo han pasado 42 días, sino que desde que el rastro de su hijo se borró, su “mundo giró sin regreso”.
Ella no llora, al contrario, sube el tono de su voz en cada respuesta. Por eso, la última es definitiva y contundente: “Hasta que los peritos argentinos (Equipo Argentino de Antropología Forense) nos digan la verdad de las cosas, al gobierno no le vamos a creer nada. Las fosas han estados ahí siempre, vivimos con ellas”.
Concluye: “No es que me sienta impotente porque vamos a luchar, lo hacemos diario. Al principio nos ganaba el sentimiento, pero ahorita ya como que nos dio coraje. Nos dio rabia y vamos a luchar hasta encontrarlos. Vale más que el gobierno no diga que están muertos”.
LNY/CIMAC