Los pueblos de México y del mundo tienen que despertar
AQUILES CÓRDOVA MORÁN
La horrible y deprimente situación creada por la pandemia del COVID-19 ha sacado a la luz importantes fenómenos que antes no habíamos notado, sobre lo que los pueblos del mundo debemos reflexionar y sacar las conclusiones pertinentes.
Me quiero referir, en primer lugar, al hecho de que la emergencia mundial ha formado dos bloques de países claramente diferenciados por la forma en que han enfrentado la crisis y por los resultados que han obtenido. De un lado, países que la propaganda mediática nos ha enseñado a ver como el “eje del mal”: China, Rusia y Cuba, por mencionar los más conocidos para nosotros. De otro, los países que vemos como el modelo de libertad, de democracia y de abundancia de riqueza compartida por todos. Destacadamente, los países de la Comunidad Europea, Inglaterra y los Estados Unidos.
En los primeros, sus gobiernos movilizaron todos sus recursos económicos, científicos y tecnológicos y, sobre todo, movilizaron a su pueblo para unirlo a la lucha contra el enemigo invisible. Los resultados están a la vista: China, Rusia y Cuba están entre las naciones con los más bajos números de contagios y los menores porcentajes de víctimas mortales. Trabajaron con su pueblo y para su pueblo. Lo contrario sucede en el otro bloque: países ricos como Inglaterra, Italia y España, están entre los más golpeados por la pandemia. Pero el caso más sorprendente es el de Estados Unidos. Con todo su desarrollo científico y tecnológico y con toda su riqueza, que le permitiría habilitar y equipar hospitales, personal médico, salas de terapia intensiva con capacidad sobrada para los casos graves, etc., nadie pensó que fuera hoy, por mucho, el más afectado por la pandemia: más de medio millón de contagiados y miles de gentes muriendo como moscas. ¿Qué pasó? ¿Cómo se explica esta situación?
La explicación es sencilla y racional. Estados Unidos gira en torno a los intereses del gran capital; el país entero vive y trabaja para el funcionamiento fluido de los inmensos monopolios que dominan la economía de su país y del mundo, y para garantizarles la máxima utilidad de sus inversiones. El Gobierno norteamericano no tiene fuerza propia para actuar con independencia; se sostiene gracias al apoyo de esos megamillonarios y tiene que estar, por tanto, a su servicio. Allí, el pueblo no es actor central; sus intereses ocupan el último lugar en la tabla de prioridades; su salud y su vida no valen la crecida suma que habría que invertir para protegerlo de la pandemia. Y lo han librado a su suerte.
Los potentados, lejos de aportar parte de su fortuna para combatir la peste, están huyendo de las ciudades más contaminadas, como Nueva York, hacia lugares más aislados y salubres como Long Island o, según una nota de Milenio del 20 de este mes, “a Nueva Zelanda, tierra donde florece el desarrollo de «búnkeres» de supervivencia”, pagando muchos millones de dólares de renta en ambos destinos. El presidente Donald Trump, por su lado, aprovecha la ocasión para elevar la presión sobre Venezuela y moviliza parte de sus fuerzas navales, acompañado de otros miembros de la OTAN, en una clara provocación para justificar la agresión armada a aquel país. ¿Cuántos millones de dólares habrá costado el chistecito? Al mismo tiempo, culpa a China de su propio desastre y quiere llevarla ante un tribunal norteamericano para obligarla a pagar una indemnización estratosférica. Parece una comedia de locos, pero lo cierto es que la amenaza es real y muy peligrosa para la paz mundial.
Todo esto nos está obligando a poner en tela de duda lo que nos han dicho sobre el paraíso terrenal norteamericano: el país de la riqueza y la prosperidad compartidas; el de las libertades individuales y políticas, en particular el del derecho a elegir, libre y democráticamente, a sus gobernantes. Tenemos que repensar el cuento de que las guerras sangrientas que los EE. UU. promueven en todo el mundo no globalizado, y las continuas amenazas y bravatas contra Rusia y China, obedecen a que los buenos chicos norteamericanos, como nuevos caballeros andantes, llevan la democracia, la libertad y la prosperidad en las bocas de sus fusiles y en la punta de sus bayonetas.
¡Puras mentiras!, grita la realidad de la pandemia. Todo se hace para extender y afianzar el predomino mundial de los gigantescos monopolios trasnacionales asentados en suelo norteamericano y, además, para garantizar su eternidad sobre la tierra. ¿Que no es cierto? Veamos algunas pruebas. Un medio digital, EULIXE, dijo hace dos o tres días: “Jimmy Carter le explica a Trump las razones por las que China adelantará a EE.UU”. En el texto leemos: “Desde 1979, ¿sabes cuántas veces China ha estado en guerra con alguien? Ninguna. Y nosotros vivimos en guerra… somos la nación más guerrera de la historia del mundo, debido a la tendencia de Estados Unidos de obligar a otras naciones a adoptar nuestros principios”. ¡Carter da en el clavo, por supuesto! Pero lo que no dice es de dónde brota esa irrefrenable tendencia, ese afán de imponer al mundo el modelo político-social norteamericano. Busquemos la respuesta en otro lado.
“George Kennan, uno de los padres de la guerra fría, dijo sobre esta necesidad (la que señala Carter. ACM) en febrero de 1948: «Tenemos alrededor del 50 por ciento de la riqueza del mundo, pero solo el 6.3 por ciento de su población (…) En esta situación no podemos evitar ser objeto de envidia y resentimiento. Nuestra tarea real en el periodo que se aproxima es la de diseñar una pauta de relaciones que nos permita mantener esta posición de disparidad sin detrimento de nuestra seguridad nacional»”. (Las cursivas son mías, ACM). En su discurso de toma de posesión como presidente de EE. UU. en 1953, el general Eisenhower dijo: “Pese a nuestra fuerza material, incluso nosotros necesitamos mercados en el resto del mundo para los excedentes de nuestras explotaciones agrícolas y de nuestras fábricas. Del mismo modo, necesitamos, para estas mismas explotaciones y fábricas, materias y productos de tierras distantes”. Para asegurar todo esto, dijo, debemos lograr la unidad de “todos los pueblos libres” (y) “para producir esta unidad (…) el destino ha echado sobre nuestro país la responsabilidad del liderazgo del mundo libre”. En pocas palabras: unir al “mundo libre” bajo la égida norteamericana para que funcione como mercado y fuente de materias primas de las empresas norteamericanas.
Robert McNamara, secretario de Defensa de Lindon B. Johnson, hizo ver al presidente “su convicción de que la función dirigente que los norteamericanos habían asumido «no podría ejercerse si a alguna nación poderosa y virulenta –sea Alemania, Japón, Rusia o China– se le permite que organice su parte del mundo de acuerdo con una filosofía contraria a la nuestra»”. ¿Queda claro ahora qué persigue la feroz guerra mediática contra Rusia y China? ¿Queda claro el motivo de la demanda del presidente Trump? Pero hay más. En documento de 1992 llamado “Defense Planning Guidance”, podemos leer: “Nuestro primer objetivo es prevenir la emergencia de un nuevo rival. Esta es una consideración dominante que debe subrayar la nueva estrategia regional de defensa y que exige que nos esforcemos en prevenir que ninguna potencia hostil domine una región cuyos recursos pudieran bastar, bajo un control consolidado, para engendrar un poder global (…) Finalmente, debemos mantener los mecanismos para disuadir a competidores potenciales incluso de aspirar a un papel regional o global mayor”. Aquí queda explicada toda la geopolítica norteamericana desde el fin de la segunda guerra mundial hasta nuestros días.
La pandemia ha encuerado a la democracia liberal, con su voto universal, libre y secreto, con su división de poderes y su sistema de pesos y contrapesos. Aquí, en México, “democrático” por excelencia, vivimos sometidos a la voluntad de un solo hombre, el presidente López Obrador. Ese hombre, a través de su obediente vocero, nos ordena quedarnos en casa, pero no nos dice cómo aislarnos a quienes vivimos amontonados en una vivienda de uno o dos cuartos; nada tampoco sobre qué vamos a comer quienes ganamos el sustento con nuestro trabajo diario y que ya no podremos hacerlo con el confinamiento. Nos advierte que no dejemos de pagar la luz y el agua, pero no nos indica de dónde sacaremos el dinero. Nos pide lavarnos las manos hasta 20 veces al día, pero no dice nada sobre lo que cuesta el agua ni sobre quienes carecen de ella.
Nos dan el domicilio de los hospitales, pero no nos dicen que allí no hay nada con qué atendernos, ni que los propios doctores, doctoras y demás personal, carecen del equipo mínimo para proteger su propia seguridad. Estas y otras graves decisiones son tomadas a nuestras espaldas, sin tomarnos en cuenta a los directamente afectados por ellas. Nadie nos ha preguntado, por ejemplo, si preferimos morir de hambre hacinados en cuchitriles, o de COVID-19 saliendo a trabajar; tampoco sobre quién de nuestros seres queridos debe vivir y quién debe morir en caso de que falten hospitales. En México, pues, tampoco cuenta el pueblo para los poderosos.
Los pueblos del mundo debemos tomar conciencia de esta situación. Es hora de que entendamos que la verdadera democracia, aquella de un poder “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, es una asignación pendiente para el mundo entero; y una tarea que solo podrá cumplir el propio pueblo cuando se decida a organizarse para arrebatarle el poder a las pequeñas oligarquías y, con él en la mano, someta a su control toda la actividad económica, incluida la empresa privada, para ponerla al servicio de los intereses y el bienestar de todos los hombres y mujeres de la tierra. El COVID-19 nos abre los ojos sobre lo que nos falta, pero también nos alumbra el camino para conseguirlo; para poner la humanidad a salvo de esta y de todas las plagas que puedan venir en el futuro.