Lolo Ramírez, una madre de la Avenida Morelos

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX

Con un rostro dulce, agradable, bonachón, de mirada próxima y una ternura infinita que mostraba desde el momento de conocerla.  Madre grande, de tantos hijos: no la recuerdo sin su característico embarazo.  Chololo Ramírez, el esposo, rubicundo, de cara redonda con un aspecto como el de Mickey Rooney –cuando ya no era tan joven y parecía un niño-  Siempre ocupado: sabíamos que era gerente de un banco (tal vez no lo era, pero su vestimenta hacía parecerlo).

Nuestras familias eran prácticamente una. Divididas por una alta pared que semejaba la hipotenusa de un triángulo: todo permeaba como una membrana, los llantos de los niños, las llamadas de las madres.  Había dos maneras de despertarse por las mañanas: con el grito de la madre propia, enérgica, dulce pero dura, ó con el de la madre vecina, que también preparaba sus infanterías para que acudieran a la escuela.

Igual acontecía con los regaños: al llamarle la atención a uno de los vecinos, se escuchaba perfectamente la voz y sentíamos que era un llamado a nosotros mismos, o viceversa.

Habían sido amigas en la niñez, al parecer.  Una de Calera y la otra de Jerez.  La madre de ella, una viejecita como Sara García -creo que se llamaba Carmelita-. Y su hermana Lucha, una señora de personalidad como la de Dolores del Río, joven pero con el pelo blanco azuloso.

Lolo había parido muchas niñas.  Todas parecían princesas.  Los niños no tanto.  Algunas de ellas iban al colegio Juana de Arco o al del Centro.  Mis hermanas a la Valentín Gómez Farías o a la Benito Juárez.  Nosotros a la Eduardo G. Pankhurst pegada al templo de Guadalupito –con su torre mocha y el padre Campos como párroco, además de un pelirrojo flaco, que parecía danés y que, cuando nos regañaba, nos levantaba por las patillas, cosa que solía hacer también en la confesión- hasta que nos corrieron, para hacer un templo masón, dijeron.  Nos fuimos entonces a la escuela Ignacio Zaragoza en el Jardín Independencia de manera temporal, y luego a la Escuela Normal con la maestra doña Chole –quien por cierto era de Morelos, y amiga de la niñez de mi abuela Lola-.

El centro de la historia que hoy nos ocupa, gira en torno de la Señora Lolo y de mi madre, la Señora Chelo, quienes con distintos modelos educativos, sacaban adelante cada cual a su prole.  Una absolutamente abierta y generosa. Y la otra estricta y dulce, con un fuerte carácter.

Así, la avenida Morelos en el número  111 y en el 123, vivíamos junto a los vecinos con una fraternidad tal, que comíamos en diferente casa, o un niño era educado por la madre del otro sin ningún tipo de prejuicio.

Mi mamá estaba muy agradecida con Chololo, pues ella tenía una tierra de 6 hectáreas que mi abuelo le había heredado, ubicada entre Fresnillo y Jerez, que era asegurada al sembrarse por el banco donde trabajaba el vecino,  y eso protegía la cosecha: la ganancia quedaba garantizada: si no había cosecha, había pago; si había cosecha, no lo había.  Eso era realmente de agradecer, pues las finanzas de la familia eran refaccionadas de alguna forma.

Hace casi cinco años fui informado por los míos que Lolo había muerto. Mi madre se le adelantó  un par de años, y las imágenes se vienen a la mente: de ambas conduciendo a la familia. Pensé que, como en las películas de Pedro Infante, en el cielo, desde allá nos vigilan.

Son las historias paralelas de las madres zacatecanas que, renunciando a todo y sin pensar en su futuro, invierten todo en su hijos.  Un día la vida termina  y somos sus descendientes los que debemos reconocer sus bondades y sus sacrificios. No había dinero, pero el cariño se derramaba a raudales.  No eran madres preparadas para educar, pero reemplazaban esta limitante con su corazón pleno para sus hijos.

Había otras madres vecinas: Doña Rita, con su tortillería y también una gran familia; la señora Ramírez, doña Guadalupe, la de la carnicería, la que llamaban “Concha, La Loca”, que era hija, no madre y una hermana, que eran proveedoras de las golosinas del barrio: acudíamos a su tienda en el callejón del Portillo, donde hace esquina con la avenida Morelos.  Las hermanas Landeros –que debían tener establo en su propia casa pues vendían la leche del vecindario-.

Había también madres en tres vecindades sobre la avenida Morelos: una de ellas la de los panaderos, que estaba donde hoy  se encuentra la escuela Benito Juárez, y dos sobre el callejón de los Perros: una se decía que era de Juan Acosta.  En sus patios ocurría lo mismo: éramos visitantes asiduos : allí compartíamos maternidades y fraternidades de manera colectiva.  Como dice el libro que escribió Doña Amalia Solórzano de Cárdenas: “Era otra cosa la vida”.  Con la madre siempre como puntal y columna vertebral de la cultura zacatecana con la abnegación y la dulzura permanentes y con la proximidad a todos los hijos, que compartían con los demás niños, como si fueran propios.

Desde aquí un homenaje cariñoso a doña Lolo, como una madre zacatecana, símbolo de amor.  Para ella nuestra gratitud.

Este domingo falleció la tía Esperanza Félix, la última de la jerarquía materna. Casi una adolescente a los 86 años. El abuelo muere a los 99 y el tío Raúl a los 98. Los números nadie los conoce bien y las actas fueron quemadas durante la Cristiada, por lo que sólo existe la referencia oral.

A la tía, nuestro cariño y a partir de hoy, somos absolutamente huérfanos.

0 0 votes
Article Rating
Subscribe
Notify of
guest

0 Comments
Inline Feedbacks
View all comments
0
Would love your thoughts, please comment.x
()
x