Las razones de la mediocridad

Ni el servicio público, ni ninguna otra actividad a lo que uno dedique su energía, puede interrumpir el devenir del tiempo. Eso hay que recordarlo con frecuencia.

Las lecturas que un estudiante universitario deja “para después” cuando decide copiar un trabajo nunca vuelven. Y, pese a lo que se cree, la diferencia entre ser lo suficientemente honesto contigo mismo para leer lo que te ha pedido un profesor, y no hacerlo, es mucho menor de lo que parece.

Lo mismo sucede en la política. Cuando, en campaña, te comprometes con ciertos postulados, difícilmente piensas en no cumplir con ellos. Te llena de satisfacción construir propuestas legislativas (en el caso de los diputados y senadores), o idear programas de gobierno (en el caso de alcaldes y gobernadores); estás agradecido con el apoyo de las personas y seguro de que quieres construir relaciones de largo aliento con ellas.

La diferencia entre hacerlo y no hacerlo, como en el caso del estudiante, tampoco es mucha. Depende, creo yo, de variables determinadas que van coartando tu libertad y tu capacidad para ser un agente de cambio.

La primera de esas variables es la auto-confianza. Cuando crees que estás en un lugar inmerecido y al que sólo has llegado por casualidad, tiendes a la mediocridad. Tanto de regidor como de diputado escuché, como pretexto para la corrupción, a varios compañeros decir que “oportunidades como ésta nunca vuelven” y que había que “aprovechar” para construir un patrimonio que garantice el futuro propio y el de la familia.

La falta de auto-confianza tiene, como destino seguro, ser cómplice en actos de corrupción. Al principio, la idea es la del “patrimonio familiar”, después viene la supervivencia. Lo mismo le pasa al estudiante: al principio copia por gusto y decisión propia, después por necesidad.

La segunda variable que incide en la mediocridad es el egoísmo. La mayoría de los seres humanos somos malos perdedores y peores ganadores. El triunfo, sea un título, un buen trabajo, o una elección victoriosa, estimula la soberbia y la idea de que sabes cómo hacer las cosas.

Muy frecuentemente, cuando se desecha el consejo de alguien, escucho una pregunta en voz alta: “Si es tan bueno, ¿Por qué no está en mi lugar? (O en uno aún mejor)”.

Para empezar, hay que tener presente que no todas las personas quieren ocupar nuestro “lugar” y que muchas otras no han tenido las oportunidades para hacerlo, pero que esa circunstancia no descalifica la totalidad de sus opiniones.

Dice un buen amigo que entre más grande es la responsabilidad que uno tiene, el sentido común va estorbando más de lo que ayuda. Que un estudiante de primaria deduzca, por sentido común, que la tierra es plana, es menos peligroso a que lo haga el rector de una universidad.

Lo mismo ocurre en la política. Por eso en México se siguen repartiendo despensas indiscriminadamente en tiempos de elecciones, a pesar de que hay evidencia empírica de que esa conducta no modifica, en mayor medida, el sentido del voto de las personas. Se subestima a los electores y se sobre-estima el sentido común de quienes ya lo han hecho tantas veces.

Una tercera variable que limita nuestra capacidad de trascender es la forma en que enfrentamos nuestros traumas y complejos.

Si no sabemos hacer algo, minimizamos el éxito que pueden tener quienes sí lo saben hacer. Es increíble, que a estas alturas de la historia humana, siga habiendo tantos directivos (en el sector público y en el privado) que ven al Internet y las tecnologías de la información como un “obstáculo” para sus subordinados. Lo mismo ocurre en millones de docentes, que ocultan su complejo de inferioridad prohibiéndoles a sus alumnos esos recursos.

En la política, por complejos absurdos, nos va hartando que nos enmienden la plana. Es un sacrilegio que un subordinado te corrija si estás incurriendo en una falla monumental, pese a que el principal beneficiado seas tú mismo. Si nadie limita tus decisiones más imbéciles, alguien termina haciéndolo de forma grotesca. Preguntemos a los gobernadores que pudieron imponer a un papanatas como alcalde o diputado, pero terminaron frustrando su carrera política por querer hacer lo mismo con su sucesión.

Y la cuarta variable es precisamente el tiempo. Mal utilizado, es tu peor enemigo y el mejor amigo de la mediocridad.

Cuando decía que la diferencia entre leer y no, para un estudiante, era menor a la que se pudiera pensar, me refería a que muchas veces no hay razones para desatender una obligación más que la simple desidia.

No presentar una reforma, o apoyar una buena propuesta de alguien más; no despedir a personas que son un cáncer para la organización, o incentivar a quienes la hacen ser mejor; no modificar un programa social que sabes que no está  atendiendo a quienes más lo necesitan o modificar un régimen fiscal que está creando privilegios injustos.

Algunas veces detrás de esas decisiones, más que falta de principios, está una vaga idea de que “sería mejor en otro momento”.

Eso no existe. Siempre estarán ahí las calamidades que justifiquen no tomar una decisión. Pero es más importante que una idea sea sólida y que se defienda con valor y coraje a que se presente en el momento oportuno. ¿No me cree?, pregúntele a la historia.

Por Jocelyn Elizondo Clark y Jorge Álvarez Máynez

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