Las niñas mexicanas

SARA LOVERA

En este momento  lo que más me conmueve es pensar en  el futuro de las niñas mexicanas. Ellas que no se parecen en nada a  lo que fuimos. Quienes  aprenderán muy pronto a deshilvanar los intrincados secretos de la inteligencia artificial.

Yo nací antes de que las mexicanas tuviéramos ciudadanía. Me eduqué en una  escuela de monjas donde aprendí  al mismo tiempo a  leer,  escribir y a bordar . Como niña  disruptiva supe que eso  era un defecto no una cualidad. Repetía como perico las tablas de multiplicar, prohibido pensar o leer textos  escritos sólo para los hombres, como la historia de Tarzán. Aprendí a contemplar en mi salón de clase el globo terráqueo cuyo significado no permitía  imaginar mis viajes  por el mundo, sino sólo saber, para aprobar geografía, los nombres de los ríos y de las zonas montañosas; estudiar historia sólo a través de los héroes. No de las heroínas.

Nada, entonces, era una  expectativa para llegar a  ser humana y libre. La palabra derechos no estaba en el diccionario. A las niñas nos  mandaban  a la escuela mientras nos convertirnos en maravillosas esposas   y amas de casa, igualito, ¿se acuerdan? Como sucedía  en la   universidad  de Wellesley  donde Julia Roberts en la cinta La Sonrisa de Mona Lisa, fracasó en el intento de  que las adolescentes -en los años 50- tuvieran el deseo profundo de aprender artes y no sólo  prepararse para el matrimonio. Ese intento reprimido  duramente obligó a la maestra de arte a  dejar esa universidad.

Hoy las cosas cambiaron totalmente. Tener una presidenta de la República abre puertas, debería ser para mis nietas un nuevo horizonte, lleno de aspiraciones y encanto, tal como el deseo de Rosario Castellanos, para  lograr otro  modo de ser libres y humanas. Mirar el futuro no como  utopía, sino como una posibilidad,  en un país rico y bello,  como lo describió Alexander von Humboldt, en el siglo XIX.

No quiero  leer una y otra vez la narrativa del terror. Las niñas tienen derecho a  otra realidad, donde desaparezca el vocabulario  del miedo, la violencia, la amenaza a la libertad de expresión y de tránsito. Un  mundo donde vuelva  la seguridad nacional, donde se supere la pobreza y la desigualdad. La tranquilidad. Y mis nietas vengan a visitarme sin la custodia angustiada de sus padres. Volver a la  concordia.

Ese es  el compromiso declarado de Claudia Sheinbaum Pardo, lo dijo   la noche en que supo  que ganó la elección, al afirmar  que gobernaría para todas y todos los mexicanos,  incluso para “ quienes no comparten nuestro proyecto”.

Hoy me apresto a  demandárselo. Y le recuerdo que  concordia significa armonía, unión, acuerdo, consenso, avenencia, paz, reciprocidad, compañerismo, cordialidad, camaradería, amistad, hermandad, fraternidad, como nos enseñaban a las niñas de los años 50 en la escuela primaria.

Para que  sólo eso  desentierre el horror de la  narrativa política. Quiero que sea  capaz de poner a las niñas  en su corazón,  para pensar en  avanzar en este país, que hoy  recibe herido,  devastado y  desesperanzado. Quiero decir otra cosa a mis nietas.

Le recuerdo a la presidenta constitucional  que  en el idioma de nuestros  pueblos originarios la palabra concordia, de raíz indoamericana,  es hablar y actuar  desde el corazón.

Deseo dejar atrás la imagen  desgarrada y sangrienta. Porque las niñas son niñas y no madres, felices y  no cuerpos mancillados, a quienes la primera presidenta de la República debe enviarles un mensaje de  armonía, rescatando el valor de palabras como amor y destino. Veremos

*Periodista. Editora de Género en la OEM y directora del portal informativo http://www//semmexico.mx