La última nota de Enrique Bátiz: adiós a una batuta incómoda

Ciudad de México .- El domingo murió Enrique Bátiz, el director de orquesta que México admiraba pero con el que rara vez se sentía cómodo. Tenía 82 años, una carrera brillante y un carácter que, como un staccato mal ejecutado, nunca pasó desapercibido.

Fundador de la Orquesta Sinfónica del Estado de México (OSEM), batuta de la Filarmónica de la Ciudad de México, invitado en salas de conciertos desde Varsovia hasta Tokio, Bátiz fue, ante todo, un hombre que no pedía permiso para ser genio… ni para ser insoportable.

Nació en la Ciudad de México en 1942, un niño prodigio que a los cinco años ya hacía sonreír—o fruncir el ceño—a los espectadores con sus interpretaciones al piano. Estudió en la Juilliard, se formó con maestros en Europa, y regresó a un país que, en materia musical, siempre ha preferido los aplausos fáciles a las disonancias exigentes. Bátiz, sin embargo, no estaba interesado en halagar. Grabó más de 80 discos, dirigió a Rodrigo con la precisión de un cirujano y acumuló tantos elogios como enemigos. Porque, ¿qué sería de un director sin su séquito de detractores?

Fue, dicen, polémico. Un eufemismo elegante para decir que no soportaba tonterías. Bajo su batuta, la OSEM floreció—y a veces crujió—durante décadas. Lo despidieron en 1983, lo recontrataron, lo celebraron, lo criticaron. Así era el juego: Bátiz dirigía, los demás murmuraban.

Murió como vivió: dejando un silencio que, esta vez, nadie podrá llenar con protestas. La música mexicana pierde a una de sus figuras más grandes… y también a una de las más incómodas.

LNY/Redacción