La realidad no se modifica con un simple cambio de nombre
AQUILES CÓRDOVA MORÁN
El carácter ideológico, es decir, no científico, de algunas (no todas) categorías de la economía del capital, fue demostrada por Marx en el primer volumen de El Capital aparecido en 1867. Demostró, por ejemplo, que el “valor” de una mercancía, aquello que la capacita para venderse y comprarse en el mercado, esconde, de manera intencional o no, el hecho real de que lo que en verdad se compra y se vende es el trabajo socialmente necesario del obrero (o del grupo de obreros) que la fabricó. Se oculta de ese modo la verdadera naturaleza del tráfico mercantil, del que brota, convertida en dinero, la ganancia del capitalista.
Pero Marx no se limitó a revelar la naturaleza del valor, como si eso bastara para revolucionar la economía capitalista en uso. Sabía que el “valor” era solo una parte de un complejo entramado de categorías que se apoyan, se sostienen y se influyen entre sí y sostienen el edificio entero de dicha economía. Había, pues, que revisarlo todo, de arriba a abajo, y no solo el “valor”, si se quería incidir seriamente en él. Para lograr esto, Marx tuvo que llevar a cabo un trabajo intelectual gigantesco, ímprobo (del que se puede uno hacer una pálida idea estudiando sus manuscritos económico-filosóficos de París), para entender y conocer a fondo la anatomía y la fisiología, es decir, la estructura interna y la mecánica de funcionamiento del modo capitalista de producción, de toda sociedad productora de mercancías a base del trabajo asalariado.
Solo así podría descubrir el secreto de la contradicción social más visible e inquietante de este modo de producción: la abismal desigualdad entre los dueños del capital y las grandes masas de trabajadores, sumidas en la pobreza y el desamparo a pesar de ser las directamente encargadas de la producción. Quería, basado en tal conocimiento, otear el futuro previsible de esta sociedad; indagar si era posible, y cómo, cambiarla para bien, es decir, organizar la producción y la distribución de la riqueza de manera que beneficiara a todos quienes participan en su creación, y no solo a los dueños del capital. Marx, a diferencia de los socialistas utópicos, no creía que bastaban la indignación moral y el “sentido innato de justicia” de los seres humanos para crear una sociedad mejor. Aquí no hay un problema de moral, decía, sino un reto a la investigación científica de las leyes materiales, objetivas, que rigen la vida y el desarrollo de la sociedad, dominarlas y aplicarlas correctamente si se quiere contar con una mínima garantía de éxito en esa tarea.
Y fue tratando de enfrentar ese reto que tropezó con un problema que, en principio, no se esperaba: que las categorías, los conceptos nodales de la teoría económica del capital, lejos de reflejar correctamente el fenómeno que designaban y de facilitar así la comprensión del conjunto, lo oscurecían todo y entorpecían y dificultaban enormemente dicha comprensión. Este tropiezo fue el que lo obligó a una revisión completa de toda la economía clásica existente hasta entonces, incluyendo, como inevitable punto de apoyo, el desentrañamiento del verdadero contenido de las categorías fundamentales de esa economía. Muchos años de estudio y de profunda reflexión de los problemas económicos permitieron a Marx, por fin, enderezar toda la economía clásica, ponerla sobre sus verdaderos pies, corregir todos sus errores de enfoque y de razonamiento y elaborar el cuadro exacto, completo, científicamente trazado, de la estructura y funcionamiento del capital. Pero nos puso en guardia contra el error de creer que lo conseguido por él bastaba para que el capitalismo fuera automáticamente derrotado y sustituido por una sociedad mejor organizada. Las ideas no modifican por sí solas la realidad; mi teoría, dijo Marx, es solo una herramienta que necesita encontrar el brazo material que la haga suya y la ponga en práctica, para entonces poder producir algún resultado tangible, alguna mejora real en la sociedad.
La actividad intelectual de Marx y los frutos que cosechó nos dejan muchas lecciones valiosas. De ellas quiero destacar dos. La primera es que no bastan el deseo ni la voluntad de lograr descubrimientos valiosos o de crear nuevas categorías en una ciencia, la que sea, para obtener resultados de verdadero valor científico. Se requieren, además, muchos años de trabajo arduo y disciplinado, de paciente observación, de experimentación planeada y controlada cuando sea posible, de estudio intenso y exhaustivo de todo lo hecho con anterioridad y de una valoración sensata y autocrítica del conocimiento y el pensamiento propios sobre el tema que se quiere manejar. Innovar o aportar a la ciencia no es asunto de aficionados o de dilettantes, que solo cosecharán el ridículo si lo intentan. La segunda es que ninguna teoría (y menos un solo concepto aislado), por exacta, científica e irrebatible que sea, puede modificar un ápice de la realidad. Esa es tarea reservada solo a la acción, solo a la actividad práctica de los seres humanos que trabajen, eso sí, alumbrados por la teoría.
Ítem más. Hegel fue también un revolucionario de la ciencia, en este caso, de la lógica que se venía cultivando de modo sistemático, al menos desde Aristóteles, que vivió en el siglo IV antes de Cristo. Esta lógica divide el proceso del conocimiento en dos fases, bien diferenciadas, aunque indisolublemente ligadas entre sí: la fase sensorial y la fase racional o propiamente lógica. Esta segunda fase se cumple en tres pasos, igualmente distintos e interdependientes: concepto, juicio y razonamiento. Hegel dinamitó el edificio de siglos de esta lógica al postular algo que, a primera vista, parece más bien trivial: el concepto, si es verdaderamente científico, nunca es el punto de partida sino el punto de llegada, el punto de arribo del conocimiento después de recorrer un largo camino de estudio, observación, experimentación y esfuerzo mental para conocer, del modo más concreto posible, el objeto o fenómeno cuyo contenido deberá reflejar con exactitud el concepto.
¿Y qué es para Hegel el conocimiento concreto? Es el conocimiento más completo posible de esa cosa, un conocimiento que debe colmar los requisitos de multilateralidad, profundidad y relaciones dinámicas con su entorno. Esto implica estudiarla desde todos los puntos de vista externos, en todos sus aspectos visibles o sensoriales, hasta estar seguros de que no se nos escapa nada importante; luego pasar a su interior y allí estudiar sus partes constitutivas, su estructura, las relaciones e interdependencias recíprocas de esas partes hasta descubrir la ley de su existencia y funcionamiento; finalmente, deben agotarse las relaciones sucesivas y simultáneas del objeto con los otros objetos de su entorno. Según Hegel, pues, solo quien ha trabajado lo suficiente para adquirir tal conocimiento concreto puede aspirar, racionalmente hablando, a contribuir al desarrollo y perfeccionamiento de la ciencia.
Tener presentes la vida y la obra de estos dos gigantes del pensamiento científico, nos permite dimensionar el tamaño de la arrogancia, la magnitud de la sobrevaloración, el egocentrismo y la megalomanía que hacen falta para lanzarse, sin más, a descalificar conceptos y categorías de una ciencia sin ser, ya no digamos un especialista, sino ni siquiera un autodidacta coherente y sistemático de esa disciplina; para atreverse a imponer por decreto la propia opinión en el terreno científico, como si la ciencia estuviera obligada a obedecer nuestro mandato igual que la corte de aduladores que suele rodear al poderoso. Podemos ver que solo un místico que cree ciegamente en los milagros, o un fanático irracional a secas, puede pensar que un simple cambio de nombre al fracaso o a la falta de resultados en el manejo de la economía, puede trocar el fracaso en éxito y la pobreza en abundancia y felicidad.
Las limitaciones del Producto Interno Bruto (PIB) como medida de la riqueza social, hace tiempo que se conocen y reconocen por los más calificados economistas del capital, quienes han propuesto complementarlo con otros indicadores como los de la desigualdad, la pobreza, el desempleo, el desarrollo humano y el bienestar integral de la gente. A pesar de esto, no se han atrevido a proponer su eliminación total porque conocen bien la dificultad de sustituirlo con ventaja, y porque saben que mientras no exista ese sustituto, es necesario contar con la información limitada del PIB. Nadie hasta ahora, al menos que yo sepa, ha soltado la temeridad de que puede él solo, y en tiempo record, crear una especie de “Aleph” económico, esto es, un solo índice que concentre y refleje toda la complejidad de la situación económica y humana de los distintos grupos sociales. Creo que el primero en prometer semejante hazaña es el actual presidente de México. Y ha dicho más: que cuando tenga lista esa maravilla, convocará a un cónclave de todos los científicos relacionados con el tema, para retarlos a criticar o a superar su nuevo y revolucionario descubrimiento.
Una arrogancia y una desmesura mayores, solo la podemos encontrar en Hitler. El Führer se creía un elegido, un ser excepcional al que los dioses habían encomendado una misión superior. Con este aval, se creyó con derecho a gobernar Alemania sin obedecer más que a su propia voluntad y razón; para eliminar a las “razas inferiores” y poblar el mundo con la raza superior, la raza aria. Pensó que le estaba permitido conquistar y dominar por las armas al mundo entero, y sin pensarlo dos veces, asumió el mando supremo de las fuerzas armadas alemanas y se lanzó a la más descabellada aventura, a la más sangrienta hecatombe en toda la historia de la humanidad. Y ni siquiera cuando los cañones, las bombas y las ametralladoras soviéticas atronaban el aire justo encima de su cabeza, oculta en el búnker de la cancillería, reconoció su error y pidió perdón al mundo por el inmenso e inútil sacrificio al que lo había arrastrado. Antes de rendirse y rendir cuentas a la humanidad, prefirió suicidarse, no sin antes ordenar que su cuerpo fuera incinerado para evitar vejaciones a su cadáver. Esto es lo que puede hacer una arrogancia sin límites aliada a un sentimiento místico de predestinación, que la colocan más allá de las leyes, de la moral y de la justicia que rigen a los seres comunes y corrientes. Pienso en eso y me estremezco. Por mí y por México.