La disyuntiva

SARA LOVERA

Hay una trampa en el sistema del patriarcado. Nada más complejo que explicar cómo y cuándo las mujeres deben, pueden o es ético apoyar a otra mujer, sólo por ser mujer.

Han empezado a surgir opiniones y razonamientos, desde los hombres que ocupan espacios como este, sobre el por qué se apoya o no a alguna de las “corcholatas”, con un fundamento del todo equivocado.

Hemos sido las feministas las que emprendimos hace algunas décadas la tarea de equilibrar el poder con el ingreso de las mujeres a espacios de toma de decisiones y puestos en la política, dominada, no sólo en número, sino en concepciones de democracia, libertades fundamentales o manejo de los recursos materiales o simbólicos, por la visión masculina o patriarcal.

En ese entuerto, hoy habría que saber que no nada más queremos el crecimiento numérico de mujeres en el poder -organizado y dominado por los hombres-, sino que deseamos que incidan en el cambio y transformación en la política real para ser tratadas por nuestra específica historia y por lo que significan nuestras experiencias, no únicamente como cuerpo de mujeres, sino como entes que sobreviven a la exclusión y la discriminación milenarias.

Es decir, más allá de tener una mujer en la presidencia de cualquier organismo decisorio, un gobierno estatal o un municipio, se trata de que sean capaces de poner en el centro la democracia genérica, de comprender a fondo la condición en que viven las mujeres, que no evadan la discriminación, el hostigamiento y la violencia contra ellas. Que trabajen por el cambio, realmente.

Menudo problema, cuando en México hay quienes afirman: ¿Y qué más quieren? Son el 50 por ciento en los congresos, mandan en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en el Instituto Nacional Electoral y en muchos gobiernos. Piensan que lo más lógico sería apoyar a cualquier mujer que quiera llegar o llegue, por ejemplo, a la Presidencia de la República. Además, es ley que deben ser 50 por ciento en los tres poderes de la Unión, en los tres niveles de gobierno, en empresas, bancos, escuelas o cualquier espacio de la administración.

Nosotras decimos como las italianas, hace cuatro décadas, que cuerpo de mujer no garantiza. Que una mujer subordinada a su jefe político, a su marido o a su jefe de empresa y crítica sobre la condición de otras miles o millones de mujeres que no llenan la aspiración que tenemos de transformar al mundo. Una mujer enajenada, sin visión de mujer, repetirá el modelo, esquema, forma de actuar y gobernar de los hombres.

Esas mujeres están enajenadas. Les sucede algo parecido al síndrome de Estocolmo, donde la víctima desarrolla un vínculo positivo hacia su captor, como respuesta al trauma del cautiverio, observado en diferentes casos, tales como secuestro, esclavitud, abuso sexual, prisioneras de guerra o violencia de pareja.

Por ello, desde el feminismo no podemos apoyar, por ética y affidamento, a cualquier mujer, sino aquellas con una visión comprometida con las necesidades y aspiraciones de todas las demás, desde una perspectiva feminista, dispuestas a luchar contra la discriminación femenina y la exclusión, a defender los derechos humanos y oponerse a quienes colocan a las mujeres como objetos sexuales o sus cuerpos para el comercio.

Si las que aspiran al poder cumplen, acatan o admiten reglas, acciones, errores o manipulación del patriarcado, no podemos apoyarlas. Es claro: queremos mujeres con conciencia.

Se ha probado que muchos hombres intentan, propician, empujan políticas de justicia para las mujeres. Es decir, no es antifeminista apoyar a un hombre que es mejor que una mujer en el terreno de la democracia genérica. Hay que pensarlo. Veremos…