La calle de cuchilleros, zacatecana
JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX
La calle Nueva en Zacatecas era una vía de gremios: orfebres, artesanos y vendedores de viejo. Los domingos, nuestros padres nos llevaban a recorrerla. Terminaba el camino en una inmensa pared, donde estaba un bar llamado “La Oficina”. Zebedeo, “El Rusti”, Aguiñaga y muchos otros tenían a ese recinto el respeto de un centro cultural donde el lenguaje popular y el comportamiento de los jodidos salía a relucir prácticamente a todas horas. El curado de estafiate, que no era sino un mezcal de la zona de Pinos aderezado con esta yerba, quitaba mágicamente las crudas y las temblorinas de los mal portados la noche anterior. Desde luego era este un bar de viejos, cuya hediondez pululaba casi desde el inicio de la calle, en el Mercado. Sin embargo, los jóvenes de los 80’s la tenían como una mezquita, no como el musulmán buscando a Mahoma, sino como adolescentes observantes del comportamiento social.
Allí también existían desde antaño los fabricantes de cazos para las carnitas, de braseros y anafres, de cacerolas y cazuelas y demás creatividades hechas por el hombre a base de golpes de metal, de remaches sin soldadura, pues se trataba de un arte casi primitivo.
Dicen que en una mañana dominical, en los pisos de esa callejuela se encontró el blasón zacatecano, perdido por muchos años. Allí también hallábamos libros, zapatos viejos, pelotas de golf, fotografías anónimas… todo lo que no servía o que había servido alguna vez, iba a parar a ese lugar de manera misteriosa, casi mágica.
La creación de La Enciclopedia, instrumento tan fundamental para la vida del mundo, tiene orígenes parecidos: los de la herencia de un artesano. He aquí la historia.
Han pasado apenas 260 años –un soplo en el tiempo de la humanidad- desde que Diderot, lanzara un folleto en el que anunciaba la publicación de la primera enciclopedia. El mundo moderno no podría entenderse sin ese paso grande, de hombres sabios con conocimientos polivalentes, que decidieron recopilar con esfuerzo y voluntad, la información que se consideraba “completa”, sobre las más diversas materias del quehacer humano. La lista de expertos es impactante: Voltaire, D’Alembert, Montesquieu, Jean-Jacques Rousseau y Jaucourt…una serie de nombres que siguió creciendo conforme más recopiladores se sumaron al proyecto.
El papá de Diderot era “cuchillero”, un oficio ciertamente en desuso al día de hoy –si sacamos de la lista a las grandes fábricas con procesos de producción en serie, que surten de cuchillería más y menos especializada, a todo el mundo-. Pero el hijo del fabricante de cuchillos tenía otro destino: se hizo amigo del editor Le Bretón, quien le encargó sumar conocimientos, extraerlos de donde fuera preciso, a fin de compilar en una sola reunión de textos, temas sustanciosos del conocimiento en tantas ramas como le fuera posible.
20 años dedicó el filósofo francés a esa tarea que resultó la más emblemática del periodo conocido como La Ilustración. No menos de mil artículos redactó sobre numerosas materias, además de traducir diccionarios médicos, jerga filosófica y científica. Para 1750 –la fecha que rememoramos hoy-, consideró que el proyecto estaba suficientemente “maduro” y emitió su folleto para captar suscriptores que quisieran comprar los dos primeros tomos (ya terminados a esas alturas) y contribuir a financiar con ello la publicación de los volúmenes subsecuentes.
Sus ideas le llevaron a la cárcel, sus escritos a distanciarse de muchos de sus amigos –pues sus conceptos deístas y sobre la suficiencia de la religión natural (como la famosa y preciosa Carta sobre los ciegos para el uso de los que pueden ver) resultaron demasiado modernos para la época– La censura empezó a dañar sus escritos enciclopédicos hasta que, luego de la publicación de más de diez volúmenes, abandonó la editorial dejando a otros que continuaran con el maratónico proyecto.
Pero sus ideas nunca le dejaron en paz: su afán por proclamar la superioridad de la filosofía experimental por sobre el racionalismo cartesiano, le llevaron a escribir numerosos tratados que son aún ahora discutidos por los estudiosos de hoy.
Sin la enciclopedia, el conocimiento no hubiera podido ser difundido tan rápidamente a tanta gente: se sabe que nuestros propios héroes independentistas en México, se nutrieron de la fuente de la Ilustración y de los enciclopedistas como Diderot, para entender que debían buscar para el país algo diferente, y que la libertad era un valor supremo que había que perseguir a toda costa.
Sin la enciclopedia, el Internet –una enciclopedia viviente, alimentada como un monstruo a cada instante con nuevas aportaciones de la humanidad- tampoco habría llegado a ser la base de nuestras redes sociales y del futuro que aún se escribirá, ya no en papel, como Diderot lo hizo entonces, sino en textos electrónicos que viajarán a la velocidad de la luz –ni más ni menos- hilando fino para unir a los hombres en la supercarretera de la información que, esperamos sirva para construir nuevos caminos de luz y de sabiduría, a los que todos tengamos acceso.
260 años después, es un buen momento para reconocer a Denis Diderot y a los compiladores de esa época, su trabajo sólido por contribuir a la fraternidad, la igualdad y la libertad que sólo el conocimiento compartido pueden conseguir.