José de la Borda y su paso por Zacatecas
JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX
José de la Borda nació el 2 de enero de 1699 en Jaca, Aragón, en España. Hijo del francés Pierre de la Borda, oficial del ejército de Luís XIV, llegó a México a la edad de 17 años, donde ya vivía su hermano Francisco, en la ciudad de Taxco. Fue considerado el mejor minero de la época colonial. Con la extracción de la riqueza de las minas, construyó la iglesia de Santa Prisca en Taxco, una de las joyas de la arquitectura barroca del siglo XVIII.
José de la Borda llegó a la ciudad de Zacatecas cuando tenía 68 años, con un claro objetivo: trabajar la minería, su especialidad. Había estado antes, además de en Taxco, en Tlalpujahua, Michoacán, y Zacualpan, un municipio del Estado de México con rasgos semejantes a los de la ciudad de Zacatecas. Desde esta región es fácil distinguir la ciudad de Taxco en Guerrero. No muy lejos de allí está El Oro, municipio mexiquense que también preserva rasgos zacatecanos y en el que aún existen las vías de un tranvía que circulaba por una población menor a los 10 mil habitantes. Sin duda, un ayuntamiento aristocrático con un teatro excepcional que recuerda en su interior al Teatro Fernando Calderón en Zacatecas, por lo que queda claro que no fue solamente el tránsito laboral de los hermanos Borda el que impregnó Taxco, Zacualpan y El Oro, con características básicas de la muy majestuosa “Civilizadora del Norte”.
Llegó nuestro personaje pues, a Zacatecas, a trabajar la mina de Quebradilla, que estaba inundada y que él logró desaguar en solamente 5 meses, trabajando con 2 mil hombres y mil equinos. Su tránsito a Zacatecas a edad tan avanzada se supone fue consecuencia del enorme consumo de recursos que hizo en la iglesia de Santa Prisca, por lo que se vio necesitado de pronto, de mayores cantidades de dinero. Había adquirido también la Hacienda de la Sauceda, que se encontraba
entre Guadalupe, Tacoaleche, Veta Grande y Zacatecas, situada a una distancia radial de prácticamente 10 kilómetros entre cada una de estas poblaciones. Murió cuando tenía 79 años de edad, heredando la Hacienda en cuestión a su único hijo legítimo, el padre Don Manuel de la Borda y Verdugo. Llegó la Hacienda a contar con cuatro molinos y 84 arrastras con una capacidad de 3 mil quintales por semana utilizando mil quinientas bestias para el acarreo del mineral.
José de la Borda es también el constructor e impulsor del afamado Jardín Borda, edificado para ser su casa de reposo en la ciudad de Cuernavaca, Morelos, donde reunió una de las colecciones más variadas y abundantes de árboles y plantas de ornato de la época. Un verdadero jardín botánico. Durante la era del frustrado Imperio, luego de un viaje a Yucatán en 1865, fue designada por él mismo, como su “Residencia de Verano”: un verdadero palacio real. Mucho se habla de que en este lugar se daban las citas de amor entre Maximiliano y “la India Bonita”.
La Sauceda, que lleva el nombre de José de la Borda en Zacatecas es, por su parte, una obra productiva más, de un personaje místico –casi mítico- que, al arribar a la Nueva España, trajo consigo su férrea voluntad por construir y diseñar formas de arquitectura que aún ahora son copiadas, vigentes y admiradas.
En los años 60’s, mi abuelo Isidro Félix había adquirido o arrendado la Hacienda de Sauceda, misma que da a la plaza principal de la comunidad, frente a la iglesia y a una torre visible desde la calle, que era conocida por todos como “El Campanario”, siempre llena de palomas que la visitaban y hacían allí su nido. En nuestra infantil visión, aquel lugar semejaba un fortín español como el que puede verse en algunas películas clásicas. Hacia la calle daba una casa de ladrillo rojo, moderna en los años 30’s. Caminar hacia el fondo, era como internarse por una ruta inesperada donde salía al paso una frondosa huerta llena de perones, peras sanjuaneras, manzanas de California y otros frutos. Una pila colonial era centro de la atención general y parte de un interesante sistema de esa época para irrigar los
árboles frutales. La distribución de las aguas se hacía a base de pequeños acueductos que conducían y acumulaban el preciado líquido, además de permitir dotar de agua a las partes más altas de la huerta. Pasamos en ese lugar algunas vacaciones de verano. Nuestra compañía inevitable era un perro extraño para nosotros, un galgo café oscuro poco común en Zacatecas, abandonado por los anteriores moradores del lugar. Era bueno para la caza de conejos, recuerdo claramente.
Se trataba de una comunidad pequeña. En la iglesia frente a la casa, se casó mi tía Luz María -profesora rural- con un vecino de la comunidad. Cuando por alguna razón había que ir a la ciudad de Zacatecas durante el verano, viajaba con mi abuelo a lomos de un caballo alazán en la parte delantera de la silla. Mi abuelo –de cuerpo grande- me impedía ir cómodo en ese pequeño espacio. En una ocasión, cuando unos pájaros volaron en parvada en medio del camino, el caballo se asustó y empezó a reparar. Sentí que el mundo se acababa, pero mi abuelo, con maestría, controló a la bestia y me preguntó después: “¿Se asustó?” Al no poder yo hilvanar la respuesta, me tocó el corazón y sentí que latía contra su mano de forma vertiginosa. Recuerdo todavía su frase con claridad: “El corazón y el cu…banito, siempre avisan”. Proseguimos nuestro camino a Zacatecas “en las enancas”, agarrado yo firmemente esta vez, del cinturón del abuelo.
El camino a Zacatecas no era mayor de dos horas –al menos así me lo parecía-, por lo que casi volando llegábamos a un corral –el de Don Cuco- en la salida a Fresnillo. El caballo se quedaba allí, y caminábamos hasta la avenida Morelos 123 donde teníamos la casa.
Los tiempos idos se graban como un tatuaje en la mente de los hombres y nos recuerdan como películas, los pasajes de la niñez que van conformando nuestra futura personalidad. Las imágenes de los viejos sabios o de los santuarios por los que caminamos, se convierten en un borroso recuerdo de nuestra vida presente. Cuando visité por primera vez El Oro en el Estado de México, me sentí
transportado a Zacatecas como por encanto, como si ya hubiera estado antes allí, en otra época distante. Ver los rieles de los tranvías de mulas, que también tuvo Zacatecas en su momento, no eran sino una borrosa referencia del pasado y de ciudades hermanas. El tránsito de mineros zacatecanos a Real del Monte en Hidalgo, a Guanajuato, a Zacualpan y otras zonas del país, nos permiten observar detalles de la tierra en que nacimos. El teatro de El Oro no podía desprenderme de la nostalgia de ver un bello edificio que, aunque sin las dimensiones del de Zacatecas, tiene una distribución similar y el mismo espíritu de constructores que sin lugar a dudas, alguna vez vivieron en Zacatecas. La semejanza de algunas plazas de Zacualpan con Sombrerete, o de calles parecidas a las de Veta Grande nos da un atisbo de la arquitectura colonial que, como vasos comunicantes, derramaba su gracia y su solidez en ciudades distantes. El balcón del edificio contiguo al Teatro Calderón, también lo vi en Zacualpan., diseños todos con reminiscencia francesa y colonial mexicana, que nos hablan de un pasado común. Habría solamente que ver la fachada de Santa Prisca para invocar de manera inmediata la Catedral de Zacatecas, ambas majestuosas, pero de dimensiones diferentes, construidas para mostrar la riqueza de los pueblos tributada a Dios. En El Oro aún existe una “La Sevillana” igual a la de Don Roque Acevedo, donde se podía adquirir la latería más fina de los puertos de Vigo o de las mejores tiendas francesas. Son negocios semejantes: no pude evitar entrar a ese recinto para preguntar por la historia del lugar. Desde luego, era un negocio de ultramarinos finos que la burguesía minera sabía degustar.
La ruta de los zacatecanos en el exilio, colonizadores naturales, la he seguido también por otras vías, las de California, donde han dejado sin duda la indeleble huella de su recio carácter. Pero ese será motivo de otra historia.