Gringo Viejo en Zacatecas

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX

El cine es cultura, dicen los que saben, y dicen bien. Por algo ha sido catalogado como el Séptimo Arte, un arte que cada día se llena más de tecnología, pero que trasciende los años y las fronteras cuando logra expresar sentimientos. Una de las cosas que más recordaremos los zacatecanos del escritor más grande de los tiempos recientes en México, el recién desaparecido Carlos Fuentes, era su gran afición al cine: escribió guiones para numerosas películas como “Las dos Elenas”, un filme corto basado en su cuento homónimo y dirigido en 1964 por José Luis Ibáñez, quien dirigió también “Las dos cautivas”, película basada en una historia de Fuentes.

“El gallo de oro” es una joya de la cinematografía, co escrita con Gabriel García Márquez y Roberto Gavaldón, que dirigió la película. No fue esa la única cinta cuyo guión escribió al alimón con el gran Gabo, sino también “Tiempo de morir”, que vio la luz en 1966. Tal vez uno de los guiones de los que más orgulloso se sentía Carlos Fuentes, fue el de Pedro Páramo, quien adaptó la novela cumbre de Juan Rulfo, junto con Carlos Velo el director, y con Manuel Barbachano Ponce, en el ya lejano año de 1967. De Rulfo adaptó para el cine “Ignacio”, también uno de los cuentos del Llano en Llamas, casi una década después.

Tres cuentos del propio Fuentes, tomados de su libro Cantar de Ciegos, fueron llevados a la pantalla grande: “Un alma pura”, “Muñeca Reina” y “Vieja Moralidad”.

El cine impactaba a Fuentes: lo consideraba un vehículo idóneo para plasmar en imágenes sus ideas, unas veces puras y otras tan intrincadas, que resultaba complejo transmitir en papel. Su novela “La cabeza de la hidra” fue llevada al cine en 1981 por el director mexicano Paul Leduc: el propio Fuentes intervino en la adaptación del guión. En 1989 el argentino Luis Puenzo filmó la serie de televisión “El espejo enterrado”, con guión de Fuentes, quien después lo convirtió en un libro con ese mismo nombre.

La película de la que más nos acordamos en Zacatecas es, sin duda, Gringo Viejo, que cuenta la historia de un escritor y columnista estadounidense que lo abandona todo, para cruzar la frontera mexicana con el propósito de unirse a las tropas de Villa. Está basada en la historia real del periodista y escritor Ambrose Bierce, un hombre mayor, de quien se dice tenía una enfermedad terminal y que, como buen escritor de aventuras sin fin, odiaba la idea de morir simplemente en su cama: prefería ser sujeto del fuego cruzado en cualquiera de las batallas que se libraban durante la Revolución Mexicana.

Gringo Viejo fue la novela que lanzó a Fuentes a la fama, convirtiéndose en el primer best seller de un autor mexicano en la ciudad de Nueva York.

El crítico literario y analista político Humberto Matalí lo expresaba así: “Los gringos se pasan la vida cruzando fronteras, las suyas y las ajenas», dijo el coronel Frutos García. Pero, este gringo había cruzado el río Grande porque ya no tenía fronteras que cruzar en su propio país. «Hay una frontera que sólo nos atrevemos a cruzar de noche: la frontera de nuestras diferencias con los demás, de nuestros combates con nosotros mismos», había dicho el gringo viejo. Alto, flaco, de pelo blanco, ojos azules, tez rosada y unas arrugas como surcos de maizal, allí estaba el hombre que venía a morir violentamente a manos de otros, porque lo prefería así, antes que morir de decrepitud o por sus propios medios, como lo habían hecho sus hijos. Quería ser un cadáver bien parecido, y la tropa revolucionaria lo recordará oliendo a colonia, piel rasurada: su última vanidad o el ansia de cumplir el último sueño americano. Con su Colt 44 demostró que aún quedaban restos del que fue general en el noveno regimiento de voluntarios en la Guerra Civil Norteamericana, y el general Arroyo no tuvo más remedio que aceptarlo en su tropa.

El escenario de esta obra cumbre fue Zacatecas, con su catedral, con su cantera rosada, con su mercado, sus escalinatas, sus calles empedradas, el cielo azul profundo, contrastando con la piedra perfecta, labrada con amor y paciencia como sólo los zacatecanos saben hacerlo. El escenario perfecto para lucir la desnudez de Jane Fonda, seductora y brillante, en la que fuera casa de don Leobardo Reynoso. Si fue Gringo Viejo quien lanzó a Fuentes a la fama mundial, fue Zacatecas quien le dio ese impulso desbordante: no pudo haber elegido mejor escenario para una obra revolucionaria y profunda, que no sólo habla de amores y desencuentros, sino que persigue la relación de amor y odio que ha sido atávica entre ambas naciones a las que separa y une mucho más que el Río Bravo, y que cada vez parecieran fundirse, amalgamarse con la nueva colonización que los mexicanos –muchos zacatecanos entre ellos- van haciendo en Los Ángeles, Chicago, Nueva York, San Antonio… hoy aplicaría a nosotros esa frase: “los mexicanos se pasan la vida cruzando fronteras: las suyas y las ajenas”. Así es la vida.

Así es la muerte: Carlos Fuentes traspasó ese umbral, pero dejó el nombre de México bien cimentado allende las fronteras, con su literatura, con su cine, con su actividad diplomática, con sus ideas claras y firmes, que no siempre gustaban a todos, pero que decía con la certidumbre con que escribía todos los días de 6 a 1, convocando a las musas cada mañana, con la arrogancia de quien se sabe único, porque así será Fuentes recordado aquí y en las fronteras internacionales, que nunca le detuvieron en su peregrino andar. Descansará en Montparnasse, como protagonista de una vida dramática. Lo recordaremos siempre, lo leeremos más.

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