Fuego Cruzado | La factura de AMLO: Deuda y narcoestado
CUAUHTÉMOC CALDERÓN GALVÁN
Al cierre del sexenio de Andrés Manuel López Obrador, la deuda pública de México alcanzó niveles históricos. Según datos de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP), el Saldo Histórico de los Requerimientos Financieros del Sector Público (SHRFSP) se ubicó en 49.3 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB), superando las proyecciones iniciales que estimaban un 48.6 por ciento. Este incremento implica que cada mexicano, en teoría, adeuda 131 mil 738 pesos.
Para contextualizar, durante el gobierno de Vicente Fox (2000-2006), la deuda pública representaba el 22.4 por ciento del PIB. Felipe Calderón (2006-2012) la elevó al 33.8 por ciento, justificando el incremento con la crisis financiera global de 2008. Enrique Peña Nieto (2012-2018) llevó la deuda hasta el 44.7 por ciento del PIB, argumentando la necesidad de financiar infraestructura y proyectos de desarrollo. Ahora, con López Obrador, la deuda ha alcanzado niveles inéditos, mientras que el discurso oficial ha insistido en que “no se endeudó al país”, una falacia desmentida por los propios números oficiales.
Es evidente que la tendencia al alza en el endeudamiento público ha sido una constante en las últimas administraciones. Sin embargo, el incremento observado en el sexenio de López Obrador es particularmente preocupante porque contradice su narrativa de austeridad y estabilidad financiera. Se endeudó más y la mayor parte de estos recursos no se tradujeron en crecimiento económico ni en infraestructura productiva. Se destinaron al gasto corriente, programas asistenciales-electorales sin retorno y obras faraónicas que no cumplen con criterios de rentabilidad ni utilidad pública.
Para colmo, este endeudamiento llega en un momento de alerta económica. Las señales de una recesión global son cada vez más evidentes y México no está exento de los efectos adversos. Sin embargo, en el caso mexicano, la amenaza no proviene solo de los factores macroeconómicos tradicionales, sino de un nuevo ingrediente que complica aún más la situación: la presión económica que Donald Trump ha comenzado a ejercer sobre el país, advirtiendo sanciones económicas si el gobierno mexicano no frena la expansión del crimen organizado y su vínculo con el tráfico de fentanilo y migrantes.
La imposición de nuevas restricciones comerciales y la posibilidad de gravámenes adicionales a productos mexicanos podrían impactar severamente la economía, acelerando la crisis que ya se vislumbra. México no solo enfrenta un problema financiero interno, sino una creciente percepción internacional de que el gobierno emandado de Morena ha permitido la consolidación de un narcoestado que debilita la estabilidad del país. Dicho de forma textual por el Gobierno de Estados Unidos, “el Gobierno de México tiene una relación intorerable con las organizaciones dedicadas el tráfico de droga. El gobierno de México ha proporcionado refugios seguros para que los cárteles se dediquen a la fabricación y transportación de narcóticos peligrosos”. ¿Así o más claro?
Ante este panorama, la única estrategia viable es una fuerte inyección de gasto público a las regiones productivas del país como medida contracíclica. Sin embargo, el margen fiscal está comprometido y la administración de Claudia Sheinbaum enfrenta un dilema complejo: seguir endeudando al país para mantener la estructura clientelar o aplicar ajustes que le cuesten políticamente pero que sean indispensables para evitar una crisis mayor.
El servicio de la deuda —el pago de intereses y amortizaciones— consume una porción significativa del presupuesto, restringiendo aún más el margen de maniobra fiscal. Mientras tanto, los estados y municipios, que son los verdaderos motores del desarrollo económico, han sido marginados de la distribución del gasto público desde el sexenio pasado. La centralización del dinero ha sido una constante en este régimen, afectando la competitividad regional y dejando en el abandono a sectores estratégicos como el turismo, la industria manufacturera y el campo.
El nuevo gobierno debe entender que el desarrollo económico no se construye con discursos, sino con políticas fiscales responsables. Se requiere una estrategia clara para estabilizar y eventualmente reducir el nivel de endeudamiento, priorizando proyectos de alto impacto y eliminando el despilfarro en clientelismo electoral. También es necesario fortalecer los mecanismos de recaudación sin recurrir a impuestos que frenen la inversión y la generación de empleos.
La ciudadanía debe estar alerta y exigir rendición de cuentas. No podemos permitir que esta espiral de deuda continúe sin que haya consecuencias para quienes la provocaron. México se encuentra en un punto de inflexión y las decisiones que se tomen en los próximos años determinarán si avanzamos hacia un futuro sostenible o si seguimos atrapados en la irresponsabilidad financiera de gobiernos que han hipotecado el país sin medir las consecuencias.
El fuego sigue ardiendo.
Nos leemos el próximo lunes.