Elección en Estados Unidos: la verdadera lección

AQUILES CÓRDOVA MORÁN

Revisando las noticias de estos últimos días, encuentro que algunos de los analistas políticos más prestigiados y con mayor influencia en la opinión pública, están preocupados (y creo también un tanto perplejos) por los resultados que arrojó la elección presidencial en los Estados Unidos. Dos cosas les sorprenden en particular: primero, la alta votación que cosechó Donald Trump a pesar de ser, a su juicio, uno de los presidentes con peor desempeño en la historia reciente de ese país; segundo, que esto haya ocurrido a pesar de que algunos de los medios más poderosos y prestigiados, en su país y en el mundo entero (New York Times, Washington Post, Wall Street Journal y la poderosa cadena de televisión CNN, por ejemplo), denunciaron oportunamente los errores y desaciertos más graves de la administración Trump.

¿Cómo es posible, se preguntan, que un racista confeso, enemigo radical de la emigración necesitada de trabajo que busca asilo en su país, haya cosechado tantos votos de las minorías raciales estadounidenses? ¿Cómo se explica que un misógino, que no oculta su desprecio por la mujer y emplea un lenguaje ultrajante cuando se refiere a ellas, haya merecido tantos votos femeninos a su favor? ¿Cómo entender que alguien que ha dejado morir a miles de trabajadores negándose intencionalmente a aplicar un control eficaz del Covid-19, haya recibido tantos votos salidos de esos segmentos golpeados por la pandemia? Y lo más alarmante: ¿Cómo entender que el trabajo acucioso y profesional de medios y periodistas de los mejores del mundo haya tenido tan escaso impacto en la opinión de los simpatizantes de Donald Trump?

Creo entender que el interés y la preocupación de estos analistas políticos nace de la similitud que encuentran entre la personalidad y la forma de ejercer el poder presidencial de Donald Trump y las del presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador. A ambos los califican de populistas y los acusan de manejar un discurso agresivo, pendenciero y “polarizante” en contra de sus críticos y francos opositores; de un absoluto menosprecio a las instituciones y leyes que caracterizan a toda verdadera democracia y de aplicar políticas erradas en los terrenos más sensibles para toda sociedad moderna, como el de la economía, la salud, la seguridad y las libertades civiles y políticas de los ciudadanos. En consecuencia, los culpan de ser los responsables de la división y de la polarización de sus sociedades respectivas.

¿Qué estamos haciendo mal los medios y los periodistas? ¿Por qué no logramos llegar a los estratos más profundos y mayoritarios de nuestras respectivas sociedades? ¿Por qué nuestro mensaje no logra penetrar en la conciencia de las mayorías y hacerles entender los peligros reales y graves que nos amenazan?, se preguntan los analistas en mención, temerosos de que, en la elección que viene, las cosas ocurran aquí del mismo modo que en Estados Unidos, pero con resultados más favorables para el populismo de la 4T que los conseguidos por Trump.

Según mi modesta opinión, estas preguntas no pueden responderse correctamente si damos por cierto que la división y la polarización sociales son el resultado del populismo del presidente, de aquí y de allá; porque eso implica poner la realidad de cabeza, o, como suele decirse coloquialmente, colocar la carreta delante de los bueyes. El populismo y los presidentes populistas son la consecuencia, y no la causa, de una sociedad divida y polarizada en la realidad misma y por razones de orden económico y social. La culpa del líder populista, y también, cómo no, su mérito indiscutible, es saber leer bien y a tiempo esta polarización social real; registrar fielmente sus características y manifestaciones más visibles; calcular con exactitud sus efectos sobre la conciencia de las grandes masas que la padecen y verbalizar ese sentimiento y sus causas en un discurso claro, llano, al alcance de la comprensión de esas mismas masas. Así se explica la sorprendente identificación de los pueblos con el discurso “populista y su apoyo decidido y firme al político que hace de él su bandera y su compromiso con los necesitados.

El error (o la perversidad si se quiere) del líder “populista”, es hacer creer a la gente que tiene en sus manos la receta infalible para solucionar sus carencias y padecimientos ancestrales de manera rápida y completa, casi milagrosa, en vez de poner ante los ojos de la multitud las graves dificultades que hay que vencer, el mucho tiempo que se necesita para hacerlo y los grandes sacrificios que tendrán que soportar para alcanzar el paraíso prometido. Desde mi punto de vista, este es, o debería ser, el único y verdadero significado del descalificativo de “populista”: un líder que ni cree, ni quiere ni puede remediar los males seculares de los menesterosos, pero que les hace creer que sabe cómo y que es capaz de hacerlo en un abrir y cerrar de ojos; que engaña y manipula a los hambrientos ingenuos seduciéndolos con la promesa de conducirlos a la tierra prometida, “donde fluye leche y miel”, con el único propósito de llevar agua al molino de sus intereses personales o de grupo.

Quienes tildan de “populista” a todo el que habla de los serios problemas que acosan al pueblo (entendido como el conjunto de los que viven exclusivamente de su trabajo, aunque sea un trabajo intelectual, sin recurrir a la contratación y explotación de mano de obra), a todo el que hace sonar la alarma ante la irracional concentración de la riqueza en manos de un número cada vez menor de megamillonarios mientras la pobreza crece y se ahonda para la inmensa mayoría de las habitantes del planeta, y exige un reparto más equilibrado de la riqueza social producida por todos; quienes sufren de urticaria con solo oír la palabra “pueblo” porque les suena a comunismo, son partidarios, conscientes o no que para el caso es lo mismo, de la sociedad injusta y desigual, inestable y violenta en que hoy vivimos. Es decir, defienden la polarización y el enfrentamiento social de los que culpan a los “populistas”; son adictos al neoliberalismo o capitalismo rampante, que es el verdadero responsable de la escisión irreconciliable de la sociedad entre los que todo lo tienen y los que carecen de lo indispensable.

La verdadera similitud entre Estados Unidos y México no radica en sus dos presidentes “populistas” sino en la casi idéntica desigualdad e inequidad social que los caracteriza. Para quien lo dude, copio del libro de Stiglitz “El precio de la desigualdad”, lo que sigue: “Durante los treinta años posteriores a la II Guerra Mundial, Estados Unidos creció colectivamente –con un crecimiento de los ingresos en todos los segmentos, pero con un crecimiento más rápido en la parte inferior que en la parte más alta–(…) Pero durante los últimos treinta años, nos hemos ido convirtiendo cada vez más en una nación dividida; no solo la parte alta ha sido la que ha crecido más de prisa, sino que de hecho, la parte inferior ha empeorado. (…) La última vez que la desigualdad se aproximó al alarmante nivel que vemos hoy en día fue durante los años previos a la Gran Depresión. La inestabilidad económica a la que asistimos entonces y la inestabilidad que hemos visto más recientemente tienen mucho que ver con este aumento de la desigualdad…” (pp. 50-51). Esta obra fue publicada en 2012, y desde entonces las cosas no han hecho más que empeorar. Por lo que hace a México, no hace falta probar lo que todos vemos y sabemos, pero cabe añadir que, gracias al “populismo” y a la pandemia, hoy tenemos alrededor de diez millones más de pobres que antes de que nos atacaran ambas plagas.

Esta es la verdadera causa de que tengamos presidentes tan parecidos, y es, además, una prueba definitiva de la razón que asiste al Movimiento Antorchista Nacional, que viene insistiendo desde hace más de cuarenta años en la urgencia de un proyecto de nación nuevo y visionario que, sin descuidar el crecimiento económico acelerado y sostenido mediante el fomento de la inversión pública y privada y la formación de mano de obra calificada, ponga en el centro la elevación del nivel de vida y el bienestar integral de las clases trabajadoras y populares mediante un reparto más equilibrado de la renta nacional. Hoy debemos añadir que esto es lo único que puede reconquistar el apoyo de las masas, todavía obnubiladas por la esperanza de que la 4ª T les haga llegar la felicidad por correo, como lo prueba la alta y persistente popularidad del presidente. Esta es la lección de los comicios norteamericanos que los mexicanos tenemos que aprender, si queremos una victoria en las elecciones que vienen.

Los medios y los intelectuales, aquí como allá, denuncian problemas graves y trascendentes para el sistema democrático y la convivencia social civilizada, pero que no están en las preocupaciones diarias de quienes luchan por su sobrevivencia simple y llana. Los conceptos abstractos como democracia, derechos, libertad de expresión, división de poderes, sufragio universal y otras asimismo importantes, desgraciadamente no están todavía al alcance de la insuficiente educación formal y política de las mayorías, y no pueden, por eso, ser la palanca idónea para sacudirlas y convencerlas de lanzarse a luchar por ellas.

El mundo de las masas y el de los medios, columnistas e intelectuales, son mundos contiguos y conectados entre sí por múltiples ligas y conductos, pero son, a pesar de eso, dos mundos distintos. El pueblo vive, se mueve y trabaja en la base del edificio social, en el terreno de la producción económica que Marx llamó la estructura social; los politólogos y los intelectuales, en cambio, se desenvuelven en la parte alta del mismo edificio, en la esfera de la filosofía, el derecho, la ciencia, el arte, religión y la moral, es decir en lo que Marx designó como la superestructura. Para que el mensaje de estos últimos llegue al pueblo y penetre en su conciencia, hace falta que desciendan a su mundo, hurguen en él, lo conozcan a fondo y hablen de sus problemas y soluciones de manera clara y convincente. Necesitan convertirse, aunque sea coyunturalmente, en potentes voceros de los intereses populares. Entonces sus denuncias se harán incontenibles, demoledoras y realmente transformadoras de la conciencia de los sin voz, de los desvalidos de siempre. Al menos, esa es mi opinión.