El Don King zacatecano

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX

Se llama Donald, como el Pato Donald, a quien nadie entiende nada de lo que habla, y como Donald Trump a quien nadie quisiera entenderle nada de lo que habla.  Nació en 1931.

En los años 50’s, el promotor de boxeo más importante del mundo, fue George Parnasso.  De origen griego, con perfil de “serrucho”, seco, mal encarado, pero excelente para la marrullería cuando, muchos campeonatos mundiales que se desarrollaban sobre todo en los Estados Unidos –particularmente en el Forum de Los Ángeles- se perdían o se ganaban por la “magia” de George.  Habría que preguntarle a Raúl “Ratón” Macías, a José Becerra, al “Pájaro” Moreno y a todos los que, como ellos, fueron los campeones pioneros mexicanos, que dieron a conocer a México en esta disciplina a nivel mundial.

A partir del invencible Cassius Clay –alias Mohammed Ali- (quien se revelara a participar en la Guerra de Vietnam, por lo que el gobierno norteamericano en venganza lo despojara de la corona de peso completo) comenzó el surgimiento de una figura extraña, primero por ser de raza negra (cuando todavía los negros no estaban en el debate por el poder), segundo, por su corpulenta figura, sus pelos tiesos, sus lentes oscuros fuera de día o de noche, y estuviera en Miami o en un nocturno barrio de Chicago.  Absolutamente mañoso, chupa sangre de boxeadores mexicanos como lo fue de Julio César Chávez, con quien parecía tener un romance, pues un semestre el mexicano declaraba públicamente contra el promotor, para al siguiente periodo, ser convencido de tal forma, que regresaba a su “establo”.

Me acuerdo de aquella vez, durante la audiencia general de los miércoles en la Plaza de San Pedro del Vaticano, el promotor estadounidense no logró estrechar la mano del Papa Benedicto XVI. Quizá el Papa tuvo temor de que le quitara su escapulario o su cruz dorada, o hasta la cartera.  Tal vez se atemorizó sólo con pensar en quedarse con el olor de este gordo mantecoso experto en tranzas boxísticas.  Finalmente, después del desprecio, Mr. King se limitó a lanzar un cinturón de campeón al secretario papal, Monseñor George Gaenswein. Se supone que Don y su equipo permanecían en Italia para estudiar iniciativas de ese país sobre el boxeo.  Su intento de una audiencia privada fue rechazado sin miramientos.  Por eso pretendió colarse entre la multitudinaria feligresía, aunque la seguridad papal le impidió cometer una más de sus trastadas.

De proezas de ese tipo, se le conocen muchas a Don King.  Como la de 1974, cuando negoció para promover una lucha de campeonato de peso completo entre Alí y el capataz de George en Zaire, conocido popularmente como “el estruendo de la selva”.  La lucha entre Alí y el capataz, era un acontecimiento anticipado por muchos.  Los rivales de Don King pretendieron promover a como diera lugar el combate, pero King se les adelantó con 10 millones de dólares en el monedero, suficientes para arreglarse con el gobierno de Zaire.

Con trampas, triquiñuelas y dinero por delante, compiló para sus anales una impresionante cantidad de combatientes como: Larry Holmes, Wilfredo Benítez, Roberto “Manos de Piedra” Durán, Salvador “Sal” Sánchez, Wilfredo Gómez y Alexis Arguello en los años 70’s, a los que siguieron en las siguientes dos décadas, Mike Tyson, Evander Holyfield, Julio César Chávez, Aaron Pryos, Bernard Hopkins, Ricardo López, Félix Trinidd, Ferry Norris, Carlos Zárate, Azumah Nelson, Andrzej Golota, Mike McCallun y Meldrick Taylor,  por citar solamente a algunas de sus mejores y más jugosas cartas.

Zacatecas en los 70’s tuvo también su Don King. Se ubicaba en la zona donde estaba la fuente de los faroles, cerca del antiguo cuartel militar, camino “pa la pinta”, no lejos de aquel monumento a la Fealdad, que afortunadamente fue derrumbado en esa hermosa plaza, próximo a la casa de nuestro protagonista, que era como el Fórum de Los ángeles, pero en plena ciudad de Zacatecas.

Allí nos reuníamos jovencitos –algunos como mi caso, que con 13 años apenas, estudiaba la Secundaria en el Instituto- Otros más vivía allí como en casa de huéspedes.  Había un gimnasio de botes rellenos de cemento, con un tubo.  El costal de box estaba hecho de algún saco gringo de los de lona que se hacían por entonces en los Estados Unidos. Las condiciones estaban dadas para poder entrenar el box y otros deportes.

Mi contrincante cíclico era un samurai de Río Grande, llamado también Jaime, que era huésped de esa casa, al que tiraba mis mejores zurdazos y derechazos: prácticamente su cabeza rozaba el suelo para esquivarlos.  El asunto se convertía siempre en una pelea maratónica: nunca pudo derrotarme ni yo a él.  Las reglas no eran de rounds de 3 minutos por uno de descanso, ni de 12 o 15 asaltos: el vencedor quedaba decretado en el momento en que uno de los dos se rajara, o cuando a cualquiera de los combatientes se le “salía el mole” primero.  De esa forma nos divertíamos sanamente muchos estudiantes, en una casa cuyo dueño era un joven corpulento de ojos de color “gringa” de Massachussets, y al contrario de don King, su cabello era absolutamente blondo y dorado.  Absolutamente ágil a pesar de su corpulencia, demasiado generoso y bonachón.  Desde luego, su aspecto era de sajón.  Mi abuelo Isidro Félix decía que nuestra familia estaba emparentada con ellos, pero cuando yo lo observaba, me parecía absolutamente diferente su ascendencia sajona de piel transparente, del mestizaje de nuestra parentela.  Durante años permanecimos adictos a nuestra diversión y deporte, siempre bajo la custodia y vigilancia del compañero Rodríguez Compeán.

Recuerdo también cuando mi padre tuvo su tienda de abarrotes en el Laberinto. Bajando los primeros escalones viniendo del Jardín Independencia, a unos 20 metros frente a la primera puerta del mercado, se hallaba la boutique –ese no era el nombre que se daba a esas tiendas por aquellos días- de las hermanas Rodríguez Compeán.  Así transcurrían nuestras vidas pueblerinas, llenas de encanto, felicidad y sobre todo, de una armonía absoluta entre los zacatecanos, al margen de edades, clases sociales e intereses, pero como dice el título del libro de doña Amalia Solórzano de Cárdenas, “Era otra cosa la vida”.

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