El Dedo en la Llaga | Las madres buscadoras: la búsqueda del dolor, el terror y la indolencia oficial

RAFAEL CANDELAS SALINAS

En México, la desaparición forzada se ha convertido en una herida abierta que no cicatriza. Ni siquiera me voy a meter al falso debate de los números porque no son cifras, no son estadísticas frías ni informes oficiales, son personas, hijos, hijas, padres, esposos, hermanos, familiares que un día salieron y jamás regresaron. Detrás de cada uno de ellos, hay una historia de angustia, desesperación y una búsqueda incansable que, en la mayoría de los casos, no es emprendida por las autoridades, sino por las propias familias. En especial, por sus madres.

Las Madres Buscadoras no eligieron este camino. No soñaron con pasar sus días rastreando fosas clandestinas, hurgando la tierra (pala en mano) en busca de restos humanos, de un fragmento de hueso, de un diente, de cualquier señal que les diga que su ser querido estuvo ahí. No pidieron convertirse en investigadoras, en rastreadoras, en activistas. Pero la omisión, la negligencia y la indolencia gubernamental las han obligado a hacerlo.

Se supone que existen comisiones de búsqueda, fiscalías especializadas, programas y mecanismos para la localización de personas desaparecidas. Sin embargo, la realidad es que, en la mayoría de los casos, estas instituciones son ineficaces, burocráticas y poco comprometidas. Las madres que acuden a denunciar una desaparición con frecuencia suelen encontrarse con pretextos y obstáculos, que esperen 72 horas, que presenten más pruebas, que “seguro se fue con alguien”, que mejor no investiguen porque es peligroso y un largo etcétera que las obliga a buscar a sus seres queridos bajo el desamparo de una terrible y angustiosa soledad.

Y así, los expedientes se acumulan en escritorios de funcionarios que no sienten urgencia, mientras las madres dejan su vida atrás para hacer lo que el gobierno no hace: buscar. Muchas venden sus bienes, abandonan sus empleos, descuidan su salud, al resto de su familia y su propia seguridad. Porque en este país, buscar a un desaparecido es, paradójicamente, un acto que puede costar la vida, pues el asesinato de Madres Buscadoras no es un hecho aislado.

Como el caso de Marisela Escobedo, de quien se dice fue asesinada tres veces: Su primera muerte fue cuando le asesinaron a su hija, de apenas 16 años. La segunda, cuando la justicia mexicana decidió absolver al asesino, luego de que Marisela lo encontró en el estado de Zacatecas y logró que lo capturaran. La tercera, cuando en diciembre de 2010 mientras exigía justicia por su hija, en un plantón que instaló frente al Palacio de Gobierno de Chihuahua, le dieron un balazo en la cabeza que terminó con su vida.

Otros ejemplos son el de Rosario Lilian Rodríguez Barraza, quien buscaba a su hijo desaparecido y fue asesinada el 30 de agosto de 2022, el Día Internacional por las Víctimas de Desaparición Forzada; o el de María Carmela Vázquez, asesinada a finales de 2022 por buscar a su hijo desaparecido, y a quien antes ya le habían asesinado a su hija Lesly Zuñiga Vázquez por el mismo motivo. O el de Cecilia Flores, líder de Madres Buscadoras de Sonora, quien ha recibido múltiples amenazas de muerte por el simple hecho de excavar la verdad. O el de Arantza Ramos Gurrola, quien buscaba a su esposo y fue asesinada en 2021 tras haber participado en un día de búsqueda en campo en un Ejido donde ya se han encontrado varios crematorios clandestinos y que es calificado como un lugar de “exterminio”, según informes del “Movimiento por Nuestros Desaparecidos en México” (MNDM), una red que aglutina a muchas de las organizaciones de madres y familias buscadoras que comenzó en 2015 con el objetivo de reivindicar de forma unitaria la primera Ley General en materia de desapariciones de México, que entró en vigor el 2 de enero de 2018. El MNDM está conformado en la actualidad por más de 80 colectivos de 24 estados de México.

Pero nada como el horror que se reveló la semana pasada y que estremeció a todo México, el hallazgo en Teuchitlán, Jalisco, una hectárea de terror, un posible centro de exterminio con hornos crematorios, 400 pares de zapatos, ropa, osamentas. Un sitio donde el crimen organizado no solo desaparecía personas, sino que entrenaba a sicarios. ¿Y quiénes descubrieron este lugar? ¿El Ejército? ¿La Guardia Nacional? ¿La Fiscalía? No. Fueron los miembros de Guerreros Buscadores de Jalisco, un colectivo que se formó el año pasado en ese estado, que acudieron al lugar luego de muchas llamadas anónimas, solo con sus herramientas rudimentarias y su infinito amor por sus hijos, porque mientras ellos arriesgan todo, el Estado no solo se mantiene al margen, sino que muchas veces obstaculiza. Muchos de ellos y ellas han sido detenidos por invadir propiedad privada al buscar en terrenos baldíos. Han sido criminalizados, amenazados e ignorados. Hoy incluso, Gerardo Fernández Noroña, el impresentable presidente del Senado de la República, se ha atrevido a insinuar que lo encontrado en Teuchitlán pudo ser un montaje.

La pregunta inevitable es: ¿Cuántos más hay? ¿Cuántos operan aún sin que el Estado haga nada? ¿Cómo es posible que estas estructuras existan a plena vista, mientras el gobierno simula sorpresa cada que se descubre una?

Lo más aterrador no es solo la existencia de estos lugares, sino el hecho de que nadie con poder pareció querer verlos. ¿Acaso no lo sabían? ¿O simplemente decidieron no hacer nada? Dentro de unas semanas, unos meses o unos años, volveremos a hacernos la misma pregunta: ¿cómo es posible que el gobierno no se diera cuenta?

Las Madres Buscadoras no quieren ni necesitan aplausos ni reconocimientos simbólicos. Necesitan seguridad, apoyo real, recursos, acceso a tecnología forense, acompañamiento legal. Necesitan que la búsqueda no dependa de palas y varillas, sino de instituciones que hagan su trabajo. Pero, sobre todo, necesitan que nadie más tenga que convertirse en una Madre Buscadora.

Mientras eso no ocurra, el país seguirá acumulando fosas clandestinas, testimonios de horror y una deuda impagable con quienes han sido abandonados por el Estado. Y en el eco de cada nombre que se grita en las búsquedas, resuena la pregunta que ninguna madre debería hacerse:

¿Dónde está mi hijo?