El Convento de Guadalupe
JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX
Daniel Kuri Breña describe como “claustros vacíos” a los conventos zacatecanos: el de La Compañía “funcionaba” como una cárcel; el de La Merced como la escuela normal; el de San Agustín hacía las veces de herrería, telefónica y templo protestante, mientras que el de Guadalupe fungía –y lo hace ahora mismo- como museo, y el de San Francisco, como un mesón. “Estos viejos habitantes de la ciudad, sus fieles amantes, vacíos del alma, son un eco, ancianidad reposada de épocas mejores”. “Viejos cadáveres incorruptibles que aún pueden recobrar su vida misionera y apostólica, contemplaron a la ciudad poderosa y alegre y hoy la ven preocupada y empobrecida. El poderío y la pujanza de Zacatecas correspondió a su vida superior del espíritu, hoy su economía está anémica” “Los corredores y los claustros vieron desfilar el ejército sosegado, tranquilo de los hábitos y capuchones y las sandalias medievales…sus paredes oyeron la voz de la sabiduría, sus patios contemplaron la recreación honesta…A esos patios llenos de paz y de sol entraba el alma atormentada y recobraba la serenidad. Los pobres siempre hallaron, llamando a sus portones, un abrigo, un socorro y un consuelo.” “Todos los conventos eran focos de gran civilización que se extendió a Nayarit, Tamaulipas, Durango, la Tarahumara, Coahuila, Sonora, Texas, Nueva Francia –hoy Louisiana- Nuevo México, Arizona, California, Alaska y Filipinas. Fueron una sístole y una diástole cultural: quedan sólo sus edificios, se apagaron estos focos de lumbre espiritual.” “Los monasterios fueron sobrecarga densa de lo más impalpable y superior que nos configura moralmente; fueron activos operarios de la elevación incesante de la vida social, científica, técnica y moral de la ciudad…los conventos zacatecanos, vaciados de su sustancia humana de santidad activa y de heroísmo anónimo, de saber y caridad, sin monjes ni bibliotecas, sin dinero para aliviar dolores, son un eco apagado de la antigua grandeza zacatecana que aun puede y debemos reconstruir”.
El de Guadalupe, ubicado en la ciudad que lleva su nombre, a 2 mil 265 metros de altitud sobre el nivel del mar, alberga el Museo del Virreinato con su muy hermosa y única pinacoteca. Los libros de la época muestran ya su belleza, su importancia y la riqueza de sus herramientas colonizadoras del Norte del país, de sus enormes contribuciones culturales en la época floreciente de tan apostólico colegio. Se le situaba como ubicado “a una legua de la ciudad de Zacatecas” y se le consideraba como uno de los monasterios más célebres, no sólo de América sino del mundo católico. Fue fundado por el franciscano Antonio Margil de Jesús en 1707, con la idea de observar siempre “al pie de la letra” la regla de San Francisco, las constituciones generales de la Orden y las normas particulares del instituto de misioneros dadas por el Papa desde el remoto año de 1682. Se trataba de un edificio no demasiado grande si se le comparaba con otras edificaciones monumentales de la época: “trescientas varas de longitud y ciento cincuenta de latitud” eran la medida oficial. Llamaba la atención de propios y extraños por su excelente arquitectura, especialmente por el hermoso frontispicio que ve al oeste y que se terminó en 1721. Se ha venerado siempre especialmente, su bella imagen de la virgen de Guadalupe, copiada –según la tradición- directamente de la original de México.
“Las habitaciones de la comunidad forman cincuenta manzanas de dos pisos, construidos de mampostería, y el número de celdas asciende a ochenta y seis, todas de regulares dimensiones. El noviciado, la hospedería y la enfermería, son cómodos y tienen buenas capillas. Hay una copiosa biblioteca formada de treinta mil volúmenes de obras de Teología, Historia Sagrada, Eclesiástica y Universal; Derecho Canónico y Civil, de Ciencias Matemáticas, etc. La huerta es espaciosa, poblada de flores y seguida de un amenísimo vergel. Del Colegio de Guadalupe han salido misiones para Texas, Tamaulipas, Tarahumara, Nayarit y otras fronteras, llevando a las tribus salvajes la luz del Evangelio y la civilización, haciendo así importantes servicios, no sólo a la religión y a la Iglesia, sino también al Estado. Los religiosos que permanecen en el claustro, no están en verdadero descanso, sino en continuas tareas de estudio, de mortificación y de oración. Innumerables han muerto en olor de santidad, a más de su glorioso fundador, tales como los RR. PP. Guerra, Delgado, Barrón, Hierro, Patrón Villar, Buitrón, Esparza, Moreno, Arriaga, Del Río, Sáenz, Aguado y otros muchos”. “También ha habido insignes escritores, como los RR. PP. Lamas, Chacón, Torres, Bolaños, Alcocer, Garza, Oliva, silva, Escalera y otros” Tales son las descripciones de la época, precisas, sencillas y conmovedoras.
Así, Zacatecas, la Civilizadora del Norte, fue madre y promotora a través de sus conventos, no sólo de la fe y la cultura, sino de una forma de vida. Se dice, por ejemplo, que las primeras cepas de las uvas sembradas en la zona norteña, fueron propaladas por los misioneros. Zacatecas, por su noble recurso mineral, distrajo poco su actividad a las artesanías y cultivos que no estuvieran directamente relacionadas con el desarrollo de la minería, sin embargo, exportaron su forma propia de vivir, de concebir el quehacer cotidiano y multiplicaron la fe hacia zonas despobladas que incluso después fueron arrancadas de la Patria por el descuido de gobiernos nacionales. Por eso, cuando las entrevistas periodísticas señalan que hay zacatecanos en Alaska, ello no debiera tomarnos por sorpresa, porque todo eso es consecuencia de una historia. Los zacatecanos en Manila son parte de un flujo que inició hace muchos siglos ya y que hoy parece extraño para quien no ha repasado nuestro pasado.
Los conventos como testigos mudos, con discreción absoluta, son el cimiento de un espíritu de hombres y mujeres fuertes, de sólida formación y gran espíritu, que nacieron en estas tierras y cuya misión fue colonizar y divulgar la fe. De eso también podemos sentirnos orgullosos.