El conflicto magisterial y el sindicalismo mexicano
AQUILES CÓRDOVA MORÁN
Visto el conflicto magisterial como lo que es, como un desacuerdo entre el gobierno de la república y un sindicato magisterial, es fácil darse cuenta de que el problema estriba en que la parte sindical se está extralimitando en sus funciones y facultades estrictamente gremiales, para pasar a invadir facultades que corresponden a los poderes públicos, en concreto, a la Secretaría de Educación Pública. No hace falta pensarlo mucho para coincidir en que decisiones como la contratación y ubicación laboral de los trabajadores de la educación, la designación de los funcionarios encargados de la administración de la educación pública, la emisión y entrega de los documentos que acreditan los estudios de los educandos, la orientación y el contenido de los planes y programas de estudio y, finalmente y solo a título de ejemplo, una reforma educativa como la que hoy se discute, son función y responsabilidad exclusivas de la institución encargada de la educación del país.
No quiero decir con esto que los maestros no puedan ni deban participar y opinar en cuestiones que les tocan tan de cerca, como la orientación y metas de las reformas, parciales o totales, que el sistema educativo pueda requerir, aportando sus conocimientos y su valiosa experiencia en tan importante materia; solo digo que esto lo pueden y deben hacer como maestros, es decir, en tanto que profesionales competentes en la difícil tarea de educar, pero no como sindicato, no a través de sus dirigentes sindicales, convertidos de la noche a la mañana en especialistas de alto nivel en cada una de las difíciles cuestiones que involucran todo cambio verdadero y toda mejora sustancial del sistema educativo nacional. Y menos creo (y pienso que nadie que tenga el cerebro en su lugar lo cree) que tengan el legítimo derecho de usar su fuerza de masas para dominar el aparato burocrático, para retener o incrementar concesiones abusivas otorgadas por una autoridad débil o miope, o para imponer a todo el país su propia reforma educativa, habiendo decidido por sí y ante sí que es la mejor y que es, por tanto, la que debe aceptarse sin discusión ni reparo alguno. Esto es lo que yo llamo extralimitarse en sus funciones legales de carácter sindical, para pasar a invadir prerrogativas propias de las instituciones de gobierno encargadas del área educativa del país.
Pero es necesario añadir en seguida, sin falta y con toda claridad, que esta extralimitación, esta distorsión de la visión política del sindicalismo magisterial, ni es exclusiva del sindicato de los profesores ni es culpa personal de sus dirigentes. Y mucho menos lo es de sus miembros de base. Esta ampliación abusiva del papel y de la verdadera naturaleza del organismo de defensa gremial es una enfermedad de todo el sindicalismo mexicano, enfermedad que viene, por lo menos, desde la época en que la corriente sindical lombardista fue derrotada y prácticamente expulsada del movimiento obrero mexicano por Fidel Velázquez y sus cinco lobitos. A partir de ese momento (con pocas y gloriosas excepciones como el movimiento ferrocarrilero de Campa y Vallejo, el de los médicos y el del magisterio revolucionario) el gobierno cooptó a los líderes sindicales, los sometió a “los intereses políticos de la nación”, los privó de autonomía, de verdadera representación y fuerza entre sus bases, y los transformó, de representantes y defensores de sus compañeros, en agentes del gobierno y las empresas en el seno del movimiento obrero para mantenerlo sumiso, callado y obediente, siempre al servicio de los empresarios y de la política oficial. Había nacido el charrismo sindical.
Ahora bien, para atar al movimiento obrero al aparato de gobierno y a los intereses empresariales con cadenas irrompibles, con lazos tan fuertes y sólidos que resistieran cualquier tipo de prueba; para conseguir que desempeñaran su rol de canes ovejeros que vigilaban y encausaban celosamente al rebaño no solo con eficacia, sino incluso voluntariamente, con auténtica convicción de que su tarea era necesaria y correcta y, por tanto, desplegaran toda su creatividad y su capacidad de trabajo para cumplirla, el gobierno creyó necesario compartir con ellos el poder, abrir a los líderes un espacio jugoso en el aparato de gobierno y en el poder legislativo. De esa suerte, los “charros” pudieron disponer de un número muy considerable de diputados y senadores, una poderosa representación tanto en el Congreso de la Unión como en los de los estados; y también colocar funcionarios, gobernadores y presidentes municipales a lo largo y ancho del país. Los sindicatos no servían ya (o servían muy poco) como organizaciones de defensa gremial; pero, en cambio, se convirtieron en un eficaz trampolín político que atrajo a sus filas a muchos profesionales de la política, algunos de ellos de gran capacidad y valor intelectual. El charrismo cobró así una fuerza avasalladora que sofocó, casi de modo absoluto, cualquier amenaza de disidencia.
Pero, al parecer, no fue suficiente. También se permitió a las mafias sindicales manejar a su libre arbitrio las cuotas sindicales, las plazas (remember PEMEX), los contratos colectivos, las revisiones salariales, todas las prestaciones de la base sindical, la venta de cargos y ascensos e, incluso, se aceptó como legítimo que el sindicato compartiera los negocios y las utilidades de la empresa (otra vez remember PEMEX). Todo esto permitió a los líderes amasar enormes fortunas que eran una ofensa cruel frente a los míseros salarios de sus agremiados. Algunas de estas “conquistas sindicales” abusivas fueron usadas para cohechar a la base y ganarse su apoyo incondicional, por ejemplo, el manejo discrecional de los programas de vivienda o la herencia de las plazas en el caso del magisterio. Y esto, no hay que olvidarlo, ocurrió y ocurre no solo a ciencia y paciencia de las autoridades, sino con su permiso y hasta con su aliento, abierto o disimulado.
Fue el férreo control y la nauseabunda descomposición del sindicalismo oficial lo que incubó, dio banderas y dio energías y decisión a toda disidencia sindical que, conocedora del enemigo al que se enfrentaba, nació siempre como un movimiento radical, embravecido y dispuesto a todo para lograr sus fines emancipatorios. La violencia del charrismo determinó la violencia de sus opositores. Así se explican Campa y Vallejo, Othón Salazar, Francisco Hernández Juárez (el sepulturero de “charrustio” Salgado en el sindicato de telefonistas), y varios más. Así nació la CNTE. Sus virtudes (que son muchas e innegables) y sus vicios y defectos (que también existen y no son pocos) provienen de esta trayectoria del sindicalismo mexicano que hemos resumido muy apretadamente.
Los antorchistas aprobamos con mesura la afirmación de los titulares de SEP y SEGOB de que no se negociará la reforma educativa, compromiso que acaba de ser ratificado desde Canadá por el presidente Peña Nieto. Aprobación mesurada no porque creamos que la reforma oficial es inmejorable sino porque, como ya dije, pensamos que el sindicato magisterial tampoco debe imponer la suya al país entero. Si alguna tienen, deben canalizarla a través del partido político que los representa (que al parecer es MORENA), ya que a ellos, como sindicato, están impedidos legalmente para hacerlo. Pero mesurada también porque, si el compromiso oficial se cumple, habría que preguntarse: ¿qué se está negociando, entonces, con los líderes de la CNTE? Cualquier concesión que vaya más allá del derecho sindical, que otorgue prerrogativas desmesuradas e ilegales a la CNTE, no solo será errónea y dañina porque estará repitiendo los mismos vicios y distorsiones de antaño que nos han traído a la situación conflictiva que hoy enfrentamos; lo será también porque reforzará su capacidad para volver a dominar totalmente la educación pública en sus áreas de influencia, no importa que se trate ahora de una educación “reformada”. No habríamos adelantado nada a pesar de tantos gritos y sombrerazos.
Los antorchistas pensamos que lo que urge y debe negociarse es la vuelta del sindicalismo a sus verdaderos cauces y funciones, los mismos que abandonó hace tiempo con las fatídicas consecuencias que ahora vemos. A los maestros se les debe otorgar (y no solo sin regateos, sino incluso con generosidad) todo lo que pidan y exijan como organización defensora de sus legítimos intereses laborales: seguridad en el empleo, eliminación de exámenes mañosos e injustos para despedirlos, mejores salarios, mejores condiciones laborales, seguro social, medicina, vivienda, pensiones dignas y, etc., etc. Todo esto a cambio de una pequeña pero indispensable condición: que acepten que ellos no son el gobierno y que no pueden invadir las funciones que solo a éste competen. Sería comenzar a devolver la libertad y la democracia al sindicalismo mexicano. México comenzaría a caminar por el sendero correcto, que tanta falta nos hace.