Día del Ejército Mexicano: Entre los “Abrazos No Balazos” y la Obra Pública

RAFAEL CANDELAS SALINAS

El Ejército Mexicano ha sido históricamente una de las instituciones más confiables, sólidas y reconocidas del país. Su labor ha sido clave en la defensa de la soberanía nacional, la seguridad interna y, en momentos cruciales, en el apoyo a la población ante desastres naturales. Sin embargo, en los últimos años, su papel ha cambiado drásticamente. Bajo el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (2018-2024), las Fuerzas Armadas fueron utilizadas para proyectos de infraestructura como el Tren Maya, la Refinería de Dos Bocas y el Aeropuerto Felipe Ángeles, lo que plantea preguntas sobre su verdadera función y su efectividad en la lucha contra la creciente violencia en el país.

El Ejército Mexicano tiene sus orígenes en la lucha por la Independencia, consolidándose a lo largo del siglo XIX y XX como una fuerza clave en la defensa de la nación. Durante el siglo XX, se mantuvo como un pilar del Estado, con un rol central en la estabilidad política y social. En algunos momentos, fue utilizado para tareas que poco tenían que ver con la seguridad nacional, poco se les veía en las calles salvo cuando atendían labores de reforestación, la construcción de infraestructura menor o programas sociales, en los que su disciplina y capacidad logística eran bien aprovechadas.

Sin embargo, en las últimas décadas, México ha vivido una transformación profunda en materia de seguridad. La violencia se ha disparado, y la inseguridad se ha convertido en una de las principales preocupaciones de los ciudadanos.

Uno de los elementos más controvertidos de la administración de López Obrador fue su política de seguridad basada en el lema “abrazos, no balazos”. La idea central de esta estrategia era no enfrentar directamente al crimen organizado con el uso de la fuerza, sino atender las causas de la violencia mediante programas sociales.

Si bien el argumento de que la violencia tiene raíces estructurales es válido, la falta de acciones concretas para desmantelar a los cárteles y reducir su control territorial generó un vacío de poder que estos grupos aprovecharon.

Algunos de los efectos más notables de esta fallida estrategia resultaron en el crecimiento del crimen organizado, el aumento de homicidios y desaparecidos, y la impunidad y falta de acción. Para nadie es desconocido que en sexenio anterior los grupos delictivos se fortalecieron, expandiendo su influencia en diversas regiones del país, muchas de las cuales quedaron prácticamente fuera del control del Estado. Aunque el gobierno argumentó que los homicidios no crecieron exponencialmente, las cifras siguieron siendo alarmantes llegando casi a 200 mil y el número de desaparecidos alcanzó niveles históricos, y aunque la sociedad tenía la esperanza de que el estado mexicano velara por su seguridad, en muchos casos, el Ejército y la Guardia Nacional tenían la orden de no intervenir en situaciones de violencia, lo que permitió que el crimen organizado actuara con libertad en varias zonas del país.

Un caso emblemático de esta política fue “el culiacanazo” que concluyó con la orden de Andrés Manuel para liberar a un peligroso y buscado líder del narcotráfico tras su captura en Culiacán, Sinaloa. López Obrador justificó esta decisión argumentando que se buscaba evitar un baño de sangre, pero el mensaje fue claro: el Estado no estaba dispuesto a enfrentar directamente a los cárteles.

A pesar de este panorama de crisis y contrario a lo que el pueblo de México esperaba, el Ejército fue desviado hacia labores de construcción y administración de los proyectos emblemáticos de la administración “lopezobradorista” como el Tren Maya, la Refinería de Dos Bocas y el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, entre otros; proyectos multimillonarios que, en condiciones normales, serían responsabilidad de empresas privadas o de instituciones civiles especializadas.

Además de la construcción, el Ejército ha asumido el control de aduanas, puertos y aeropuertos, consolidando un rol que lo convierte en una institución con poder económico y administrativo sin precedentes.

Mientras el Ejército construye aeropuertos y ferrocarriles, México atraviesa una crisis de inseguridad. Los homicidios, desapariciones y enfrentamientos entre cárteles siguen en aumento, y en muchas regiones del país, el crimen organizado ejerce un control territorial preocupante.

Aunque he de reconocer que en este inicio de la administración de Claudia Sheinbaum se nota un cambio de estrategia en materia de seguridad, resulta paradójico que cada 16 de septiembre, en el desfile militar, el Ejército Mexicano exhiba su poderío: vehículos blindados, tecnología de punta, armamento sofisticado y miles de soldados bien entrenados mientras en la práctica, este músculo militar no parece traducirse en una mejora en la seguridad pública. La pregunta es inevitable: ¿para qué sirve toda esta infraestructura y tecnología si no se usa para combatir la inseguridad que afecta a millones de mexicanos?

El Ejército Mexicano es una institución fundamental para el país, pero su función debe ser clara: garantizar la seguridad nacional y contribuir a la paz interna. Su transformación en una fuerza laboral de la construcción y administración plantea serias dudas sobre su verdadera misión y su efectividad en la lucha contra el crimen.

Si México enfrenta una crisis de violencia sin precedentes, el Ejército debería estar enfocado en resolverla, no en edificar megaproyectos. La política de “abrazos, no balazos” dejó un país más violento e inseguro. La pregunta ahora es si en esta nueva administración el Ejército volverá a su función original o si seguirá siendo una constructora gubernamental mientras la inseguridad sigue en aumento.