Del amor en los tiempos de Pámames

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX  

Nuestra adolescencia transcurrió con severas restricciones en el amor. Nuestras pasiones sometidas por una ciudad colonia, posrevolucionaria, de donde los ricos, los cultos y los artistas se habían ido luego de la Toma de Zacatecas para no regresar jamás. La migración masiva se dio fundamentalmente a la Ciudad de México, a Torreón, a Monterrey y desde luego, los braceros se fueron también, como parte de convenios internacionales que los convertían en ciudadanos o residentes de los Estados Unidos, donde se asentaron. Así, Zacatecas se partió en tres tercios, porque también la Guerra Cristera, allá por los 30’s, nos hizo consolidar la migración hacia estas regiones. El estado de Zacatecas anda cerca del millón 500 mil habitantes, cifra similar a la de los migrantes que viven en los Estados Unidos. Neza, Ecatepec, Atizapán y el DF recluyen otro millón 500 mil zacatecanos. 

 ¿Quiénes nos quedamos en la entidad? No los minusválidos ni los heridos de las guerras, sino los que no pudimos salir en esas décadas. Las mujeres vivían con ropa negra, larga y cubriendo el cuello, con el pelo recogido, fueran o no viudas. La «dejadas» eran escasas y se confundían con las familias tradicionales, porque regresaban siempre al seno familiar.  

 Algo que atraía profundamente nuestra a atención, eran las casas chicas, pues los pecados no eran públicos sino prácticamente nocturnos. Había mujeres bellas con hijos. Por las noches se estacionaba un auto frente a su casa para desaparecer después en la madrugada. Hijos que sólo llevaban el apellido materno, como el estigma de los hijos naturales. La ciudad era moralista y represora. La gente «decente» prevalecía y la moral victoriana era obligatoria.   

 Hoy con amigos nos ponemos a reflexionar desde el Mesón del Vivac hasta Guadalupito, y algunos hemos redescubierto por lo menos 25 casas chicas. Esos eran los hábitos de nuestros padres y abuelos. Esa era la tolerancia de sus mujeres. Nosotros crecimos con este esquema: las madres custodiaban a las hijas, y siempre existían alternativas de tres o cuatro chaperones entre tías, hermanas y hermanos menores. 

Era imposible ir al Cine Ilusión con una novia: sólo películas en blanco y negro donde prevalecía la oscuridad y que de alguna manera no era para gente «decente». El Calderón, también cine, era demasiado grande para llenarse, por lo que las parejas podían sembrarse a distancia. Había un vigilante con lámpara de policía que ante cualquier acercamiento de segundo, tercero o cuarto tipo, aventaba en lamparazo directo a los rostros. 

No teníamos carro para poder deambular por la ciudad con alguna chica, pero además era indecente que una dama anduviera en un auto sola con un joven. Las mujeres debían llegar vírgenes al matrimonio: los hombre no, pero las circunstancias eran absolutamente obligadas. 

Los espacios naturales se presentaban cuando la novia salía por el pan y en algún callejoncito oscuro podía uno disfrutar algunos minutos con más imaginación que realidad. Pararse en una puerta que ocultara los cuerpos, para ver inmediatamente salir a quien habitaba en esa casa, y hasta escobazos podían propinarle a uno, eso sin contar con la queja a las madres respectivas. 

Los hoteles resultaban vetados: Había tres o cuatro en la ciudad: el Zacatecas Courts por ejemplo-en la orilla y solo para gringos con remolques, que sólo consumían agua, gas y electricidad-. Imposible entrar a un hotel con pareja. No estaba permitido y si nuestras madres se hubieran enterado de cualquier forma, nos desheredaban. Pero aún nos quedaba la Alameda que por sus árboles frondosos bloqueaba la iluminación de las farolas, lo que permitía permanecer por momentos en las bancas duras y frías, con el riesgo de que los pájaros depositaran sus sagrados alimentos procesados en los trajes de la dama o del caballero. Además había un riesgo mayor: estaba allí el convento de las Madres Capuchinas, que daban permiso a sus alumnas hasta las 8 de platicar con los galanes. A esa hora pasaba la monja Lupe con una campanota para avisar del término de cualquier idilio y una lámpara «Eveready» para anunciarse a distancia. 

 Otra opción era el parque Sierra de Álica, pero allí estaba la casa del gobernador, siempre vigilada, sin contar con la del alcalde Rivapalacio. Siempre estaban custodiadas por lo que cualquier pareja con emociones desbordadas, era sometida por las botas del vigilante que pasaba con cierta frecuencia. 

Los días de lluvia eran encantadores: poca gente en la calle, oscuridad prematura, que resultaba en pequeños alivios. La Bufa no dejó de ser una alternativa importante pero ¿cómo subir? Había sólo dos patrullas muy eficientes para vigilar. Los jóvenes en la Prepa llevaban trajes de baño muchos de ellos, pues en la edad de la pubertad las situaciones eran poco controlables a veces.   

Pero llegaban las fiestas universitarias con sus bailes «blanco y rojo», «blanco y negro», el del «Estudiante», donde nos permitíamos tomar de la mano a la cortejada. Las crinolinas abajo del vestido eran como la «máscara de hierro» e impedían el acercamiento corporal, y el «bailar de cachetito» era para los padres pero no para los novios. Los familiares aprovechaban el segundo piso del Instituto para tener a la vista a las hijas y vigilar cualquier exceso. Sin embargo, a las 2 ó 3 de la mañana, cuando se iban las novias y se retiraba «la gente decente», permanecían las «mujeres quedadas» que en aquel tiempo tenían 22 o 23 años y un alto riesgo de nocasarse y entonces los jóvenes, bailábamos prácticamente dormidos en su cuerpo. La custodia corporal ya no estaba a cargo de nadie sino de sí mismas.  

 Las muchachas se casaban a los 20 años o antes, con la frase «es mejor desvestir borrachos, que vestir santos». Los hombres lo hacían uno o dos años después, porque las emociones nos trastornaban. Los hijos de las nuevas familias llegaban al año y nunca eran «sietemesinos». Había que pedir la mano de la novia ante ambos padres, y en ocasiones reforzarla petición con un sacerdote, porque los suegros se negaban a recibirnos sin un aval celestial. 

Así vivimos y así crecimos en este «valle de lágrimas» donde fuimos absolutamente felices, pero con una doble moral que nos obligaba a mantener los principios y enmiendas de una ciudad colonial que, como un manto invisible, cubría a todos sus hijos, quienes se comportaban según las tradiciones heredadas.

0 0 votes
Article Rating
Subscribe
Notify of
guest

0 Comments
Inline Feedbacks
View all comments
0
Would love your thoughts, please comment.x
()
x