Da Vinci vs Miguel Ángel
JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX
La era de oro del Renacentismo debe haber sido espectacular. Cuando los años pasen, nuestra época será seguramente valorada como aquella: una era de titanes y de descubrimientos, de locuras y del surgimiento de grandes obras que quedarán para la posteridad. Me gusta pensar así, cuando el catastrofismo parece ser la tónica de nuestros tiempos.
Por eso es que, en esta era de genialidades y de grandes cambios, quiero traer a colación los sinsabores y avatares de dos inmensos artistas, tan grandes como sólo ellos lo serán jamás:
La rivalidad entre Leonardo Da Vinci y Miguel Ángel Buonarroti ha pasado a la historia. Dos genios que compartieron un territorio que a veces no era capaz de contenerlos a ambos simultáneamente. Da Vinci nació primero: era más célebre pues los años de trabajo no habían sido en vano, desde luego. Pero el joven Miguel Ángel había nacido para triunfar y su ambición no conocía límites. Leonardo era altanero: a los prohombres suele perdonárseles casi cualquier cosa. En cambio, Buonarroti era rebelde, como solamente la juventud puede serlo en su ceguera por alcanzar la fama y la fortuna. Ponerlos juntos, cerca del poder de los Médicis y de los recursos financieros incontables del Vaticano, era justo lo que se necesitaba para armar un coctel explosivo, de históricas proporciones.
Me gusta la historia de su antipatía, narrada por un italiano como Alessandro Indelli:
“Corría el año 1503 cuando el «Gonfalonero» de Florencia, Pier Soderini, encargó a Leonardo retratar la celebérrima batalla de Anghiari entre florentinos y pisanos. La obra, un fresco, iba a ser realizada en la pared derecha del Salón de los Quinientos del Palacio Viejo. Poco después el mismo Pier Soderini mandó a Miguel Ángel retratar otra celebre batalla (la batalla de Cáscina) en la pared izquierda del mismo salón. Los dos maestros dieron lugar a un desafío del cual ambos resultaron perdedores.”
En efecto, hoy en día, no hay traza de las dos obras. Miguel Ángel, llamado a la corte del papa Julio II dejó Florencia tras haber realizado los trabajos preparatorios en cartón, Leonardo vio perderse gran parte de su obra por un grave error inicial. Resulta que la técnica del fresco, ya utilizada en la Última Cena, no se adaptaba a su estilo. Da Vinci trabajaba muy lentamente y efectuaba frecuentes correcciones, todo debía ser absolutamente perfecto. Realizar un fresco, en cambio, conlleva la necesidad de actuar con rapidez. Por consiguiente Leonardo decidió adoptar una antigua técnica, llamada «encausto», que requiere el uso de una fuente de calor para fijar los colores a la pared. Lo que fue fatal, dado que resultó imposible calentar una pared de 17 metros de ancho por 7 de alto: sus asistentes tuvieron que acercar tanto las llamas como para disolver todo el color de la parte alta de la obra.
Del enorme fresco que trabajó Leonardo, solamente ha quedado para la posteridad la reproducción de uno de sus fragmentos, realizado por Rubens, en tanto que todavía es posible apreciar un dibujo preparatorio de la obra que planeaba Miguel Ángel, efectuado por Aristotele da Sangallo.
Entre 1503 y 1505, Leonardo Da Vinci operó en su mural infructuosamente. Pero no solo en ello: formó también parte de la comisión que debía decidir la colocación de la estatua del David de su opositor Miguel Ángel, que debía ser reubicada aún en contra de la voluntad del artífice. Se cree que la presencia de Leonardo fue de importancia capital para el cambio de sitio de la escultura, poniendo otra barrera, aún más alta, en la relación de ambos artistas.
Sea como haya sido, dos genialidades estuvieron frente a frente, valoraron sus propios logros y midieron fuerzas en un mundo tan subjetivo de ser valorado, como el arte, pero lleno también de traiciones y juegos de poder, de bandos y cabildeos, como los que realizó Miguel Ángel para quedarse con el gran encargo de pintar La Capilla Sixtina en el Vaticano, aun sobre la consideración de hacer perder a Da Vinci tan monumental encomienda.
Pero así es el genio… hasta la sepultura. Y hoy amamos sus obras y apreciamos sus temperamentos y sus genialidades y en el mundo complejo y convulsionado de los días que corren, respetamos a siglos de distancia, su gran quehacer y su vitalidad infatigable, que hoy son parte del legado mejor que tiene la humanidad.