Cultura Impar | Visa cancelada para unos, pacto sellado para otros
JOSÉ MANUEL RUEDA SMITHERS
En el ajedrez de la diplomacia, Estados Unidos acaba de mover una pieza que apunta directo al corazón político de México.
Washington suspende visas de ingreso a funcionarios, legisladores y figuras públicas mexicanas de alto perfil. La razón oficial (nunca del todo explícita) apunta a vínculos con organizaciones criminales. La medida, aunque no nueva, tiene su peso simbólico: tal vez una acusación sin juicio, una condena que no requiere pruebas, pero una sospecha avalada por la discrecionalidad del Departamento de Estado.
Para México, esta ofensiva tiene al menos dos lecturas. La obvia: Washington refuerza su narrativa de que el crimen organizado en México no solo es fuerte, y está cobijado por las estructuras políticas. La otra, más compleja: EE.UU. emplea estas sanciones como una forma de presión para que el gobierno mexicano, en la lucha contra los cárteles, al menos coopere en sus términos.
Pero el fuego cruzado no es únicamente diplomático. Mientras algunos políticos se convierten en blanco de sospecha y otros callan ante la amenaza de perder su entrada al norte, los capos del narcotráfico mexicano libran su propia batalla: evitar a toda costa ser extraditados a Estados Unidos.
El temor no es casual ni nuevo. Estar en manos de la justicia estadunidense representa el fin del poder, la pérdida del entorno de protección y, en muchos casos, esa sentencia de muerte simbólica.
¿Por qué temen tanto los líderes criminales ser enviados al norte? La respuesta es una combinación de factores: en México, aún presos, conservan cierto control territorial, acceso a redes de comunicación, capacidad de intimidación y protección interna. En cambio, en una prisión de mediana seguridad en Colorado o Florida, ese capital simbólico se esfuma. Ya no son jefes, sino reos numerados. Sin la posibilidad de mover hilos, muchos temen represalias de rivales o antiguos aliados. Saben que el encierro allá los deja vulnerables.
Y sin embargo, una vez en territorio estadounidense, comienza otra danza. La mayoría de los grandes capos termina negociando. Entregan rutas, nombres, contactos, millones. Se convierten en piezas útiles para los fiscales federales que buscan casos mediáticos y resultados contundentes. A cambio, reciben beneficios que en México serían impensables: reducción de penas, protección para sus familias, acceso a servicios médicos, incluso posibilidad de entrar a programas de testigos protegidos. Lo que no logran en la selva jurídica mexicana, lo obtienen con un par de audiencias en una corte federal de Brooklyn.
Este fenómeno deja a ambos países mal parados, pero por motivos distintos. En México, la justicia aparece como una maquinaria débil, incapaz de procesar a los grandes jefes sin que se fuguen, los maten o negocien desde dentro. En Estados Unidos, el sistema legal revela su pragmatismo absoluto: importa más la cooperación que la condena, más la información que la justicia plena. A los ojos del contribuyente norteamericano, eso puede ser eficiencia. A los ojos de las víctimas mexicanas, es cinismo.
Pero en medio de todo, la paradoja: los políticos mexicanos señalados —sin pruebas públicas— por el gobierno estadounidense, no tienen opción de defenderse ante tribunal alguno. No hay acusación formal ni proceso judicial. Solo la cancelación silenciosa de una visa. En cambio, los criminales que sí han causado miles de muertes y toneladas de dolor terminan sentados frente a fiscales que los llaman “cooperadores valiosos”.
La justicia, entonces, no es ciega. Solo cambia de rostro al cruzar fronteras. Para algunos, basta un rumor para ser condenados. Para otros, incluso con años de violencia encima, basta un trato para ser redimidos.
Como lo dijo muy bien hace pocos días Carlos Pérez Ricart, la justicia se escribe en inglés, y sin acentos.