Alcatraz… ¿Futuro turístico para Almoloya?
JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX
La descubrió el español Juan Manuel de Ayala en 1775. Exploraba el Océano Pacífico a la altura de la Bahía de San Francisco cuando la divisó a lo lejos y le puso el nombre que habría de trascender: «La Isla de los Alcatraces». Lo que no pudo jamás imaginar, es que llegaría a convertirse en una de las prisiones más famosas del mundo, con una serie de leyendas oscuras en su devenir, y con el protagonismo que está destinado a los lugares más significativos del planeta.
Pero no hay que creérselo todo: los habitantes de San Francisco la ven solamente como parte del paisaje y le llaman familiarmente “La Roca”. Simplemente eso. Para el gobierno americano también tiene otro nombre: la llaman “Bloque 1067, Bloque Grupo 1, Sección Censal 179.02 del Condado de San Francisco, California”. Y la población oficial es de 0 habitantes. No debiera estar ni en el mapa.
Sin embargo ha sido protagonista de libros, películas, cuentos y comics, y visitarla cuesta no menos de 50 dólares por persona, incluidos los audífonos que presta el guía de turistas al viajero, para que escuche los sonidos “reales” de la prisión, conforme camina por sus pasillos y sus patios. Todo un acontecimiento: “Cuando visites Alcatraz…no dejes de ir a San Francisco”, reza la publicidad, que ampulosamente defiende el monumento nacional en que se ha convertido.
En la isla se localiza el Faro de Alcatraz –el más antiguo que aún se encuentra en funcionamiento en la costa Oeste de USA-. “La Roca” es orgullosamente el centro de la bahía, no sólo por su ubicación geográfica, sino porque ella es la casa de una extensa colonia de aves marinas, entre las que destacan las gaviotas y las garzas, que por sí solas hacen una delicia visitar el lugar. Además, no hay mejor sitio para ver San Francisco, que justo desde Alcatraz.
Fue usada primero como fortificación militar, luego como prisión militar y más tarde como prisión federal hasta 1963. En 1972 alcanzó el grado de “parque nacional” y cuatro años después recibió el título de Monumento Nacional de los Estados Unidos.
Para llegar a Alcatraz hay que hacerlo en ferry desde el muelle 33, cerca del Fisherman’s Wharf, el famoso barrio de los pescadores.
Alcatraz fue mexicana, desde luego. Lo fue hasta que en 1846 se hizo propietario legal el señor Julian Workman: el gobernador de la Alta California le dio la posesión a cambio de que construyera un faro en ella. Después, John C. Frémont compró la isla por 5.000 dólares, un asunto que no le resultó una gran inversión, pues el gobierno de los Estados Unidos le arrebató su control en los tribunales. Oficialmente, la isla dejó de ser mexicana tras la adquisición de California por parte de los Estados Unidos como resultado del Tratado de Guadalupe Hidalgo de 1848.
En 1853 los norteamericanos comenzaron a fortificar Alcatraz, y los primeros soldados la ocuparon cinco años después. Cuando estalló la Guerra Civil estadounidense en 1861, la isla montó 85 cañones que nunca llegaron a disparar, por cierto.
Alcatraz y la historia van de la mano. En la penitenciaría que allí funcionó entre 1934 y 1963, llegaron a vivir el gángster Al Capone y el llamado “Hombre Pájaro”, Robert Stroud, entre muchos otros criminales de “altos vuelos”.
Tal vez la fama internacional le alcanzó con aquella película “Prisioneros de Alcatraz” estelarizada por David Carradine en 1987, bajo el nombre en inglés de “Six against The Rock”, que narra el plan de escape que durante años –ambientada en 1946- armaron meticulosamente seis prisioneros. En el 2007, nuevamente surgió otra película con el mismo nombre, porque así lo ameritaron el número de intentonas que hicieron los prisioneros para salir de allí: 36 personas –contando a dos que lo intentaron dos veces- fraguaron 14 planes diferentes para conseguir la ansiada libertad. Por ejemplo, en abril de 1936, mientras trabajaba quemando basura en el incinerador, Joe Bowers comenzó a trepar por la barda del confín de la isla. Después de negarse a las órdenes de sus custodios para bajar, fue matado a tiros hasta caer muerto al otro lado, en la playa, a metros de la salida.
En diciembre de 1937, mientras trabajaban en construir modelos industriales, dentro de la fábrica de la prisión Theodore Cole y Ralph Roe, estuvieron limando los barrotes de una ventana. Llegó el día en que pudieron abrirla y saltaron hacia el mar. Nadie sabe si lograron su cometido de llegar con vida a San Francisco. Oficialmente se les consideró muertos.
La lista puede ser revisada meticulosamente: los intentos son desesperados y los métodos de fuga empleados, muy diversos. Tal es la necesidad del hombre por alcanzar su libertad.
No es que queramos hacer un paralelismo realmente, pero en las épocas que corren, de “turismo virtual”, en que los mexicanos parecemos estar “enlatados” dentro de nuestras propias fronteras, catalogados de “amenaza pandémica”, “soñar con Alcatraz” puede ser una buena forma de disfrutar del fin de semana. Irónico, pero cierto.