Somos fuertes si producimos lo que nos comemos

LUIS GERARDO ROMO FONSECA *

“El derecho a la alimentación es un derecho universal. Implica que toda persona -mujer, hombre o niño- debe tener acceso a alimentos en todo momento […] que sean suficientes en términos de calidad, cantidad y variedad para satisfacer sus necesidades y que estén libres de sustancias nocivas y sean aceptables para su cultura”. Así lo establece el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966), de la Organización de las Naciones Unidas, firmado y ratificado por 156 países del mundo.

Desafortunadamente, hoy en día, este derecho se encuentra seriamente amenazado en el mundo ante la crisis alimentaria y la nueva tendencia hacia el alza de precios de granos básicos producida por diversos factores como: la sequía en Estados Unidos, los desastres climáticos registrados en Europa y Asia, la especulación financiera, la volatilidad en los mercados agrícolas y la orientación de cultivos a la producción de biocombustibles.

Por nuestra parte, en México, importamos más del 40% de los alimentos que requerimos y para ello destinamos más de 20 mil millones de dólares al año; tan sólo en el primer semestre de 2012 gastamos dos mil millones de dólares para satisfacer las necesidades de consumo de maíz. Paralelamente, la pobreza alimentaria en los últimos años ha pasado de 13.6% a 18.2%, tal como lo señalan datos recientes de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).

Resulta claro cómo la liberalización del comercio y la consecuente especulación de los precios de los alimentos, han socavado la capacidad de la mayoría de los países en desarrollo para alimentarse a sí mismos. Al no poder competir con los precios artificialmente reducidos por los países desarrollados, los países pobres desmantelan su capacidad productora de alimentos básicos, se abren a las importaciones y concentran su esfuerzo en la promoción de cultivos para la exportación que demandan uso intensivo de tecnología, de recursos naturales y altas inversiones. Las consecuencias sociales y ambientales de este proceso son muy claras: se derrumba la producción local de alimentos en los países pobres y se genera una situación de dependencia e inseguridad alimentaria, al ponerse en manos del extranjero suministro de alimentos básicos para la población.

La eliminación de los aranceles a las importaciones en diversas naciones, incrementó el “dumping” de productos básicos fuertemente subsidiados al grado de que hoy, dos terceras partes de los países en desarrollo han pasado de ser exportadores netos de alimentos a importadores netos de alimentos, quedando muy vulnerables a la volatilidad de los precios del mercado internacional.

En México, por ejemplo, a 20 años de haberse modificado el artículo 27 constitucional y de aplicarse el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), la importación de maíz aumentó en 50% del consumo; 95% en soya; 57% en trigo; 50% en carne; y 30% en fríjol, mientras que México se ubicó en el primer lugar en el mundo como importador de leche en polvo. De acuerdo con el Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias (INIFAP), nuestro país importa 67.9% del arroz que consume; el 42.8% del trigo, 31.9% del maíz y 8.2% del frijol. Como lo muestran las cifras, México presenta un déficit importante en la balanza comercial de productos agroalimentarios;  con bajos niveles de producción y un elevado índice de importaciones que oscila ya en un 42% del consumo doméstico nacional.

Justamente, hace un par de días, nuestro compañero senador del PRD, Fidel Demédicis, advertía que “la dependencia alimentaria creció durante el periodo del Tratado de Libre Comercio en 521%, ya que de 1995 al 2011 pasó de 5,079 millones de dólares a 26,475 millones de dólares” y que en el “2012 cerramos con un monto de importaciones superior a los 30,000 millones de dólares, cifra superior en un 25% a todo el presupuesto rural y seis veces superior a lo que como gobierno invertimos en producir alimentos”.

Como podemos ver, la liberalización descontrolada del comercio -o para decirlo con más precisión- enfocada a favorecer a los grandes corporativos agroindustriales, se convirtió en uno de los principales obstáculos para el desarrollo económico local y la soberanía alimentaria en nuestro país. En consecuencia, hemos presenciado un alza en los productos de la canasta básica y en el precio de los energéticos, además de un impacto negativo para el medio ambiente con la disminución de la superficie agrícola y el abandono y deterioro de tierras cultivables; un bajo aprovechamiento del potencial productivo del campo, sumado a la expansión de la violencia y la migración.

Es evidente que el modelo agropecuario imperante en México durante las últimas décadas ya se agotó; lejos de impulsar el desarrollo rural como pregonaba la tecnocracia salinista, produjo un debilitamiento endémico de la estructura productiva del campo. La realidad muestra con claridad que sólo ha beneficiado sustancialmente a una minoría de grandes empresarios agroindustriales, así como al sector de intermediarios y comercializadores, pero ha dejado en bancarrota a la mayoría de nuestros campesinos.

Lo más preocupante es que de no atender con atingencia el problema de la pérdida de la  soberanía  alimentaria y la pobreza, México podría convertirse en un “Estado fallido” porque estamos perdiendo la carrera entre crecimiento poblacional y la producción de alimentos. A  ello se agrega que  la crisis del campo se agrava día con día a causa de los efectos del cambio climático, siendo que a la fecha más de 60 mil familias mexicanas han sido afectadas por desastres naturales. Por este motivo, ahora estamos en riesgo de una mayor pauperización del campo mexicano y que todavía más campesinos abandonen sus parcelas.

No podemos olvidar que el medio rural es un sector estratégico para el desarrollo y de interés público, la agricultura representa la administración de los recursos naturales productivos asociados a toda una cultura y derecho por la vida; por lo que el Estado mexicano no puede seguir concentrando sus recursos en los grandes productores y destinando apoyos mínimos a los pequeños; a quienes se les debe concebir como sujetos de derechos y no como reserva clientelar de carácter electoral.

A nivel internacional, nuestro país debe insistir en que se revisen los acuerdos comerciales en materia agropecuaria y de alimentación que hemos firmado; con la Organización Mundial de Comercio (OMC), así como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), entre otros acuerdos regionales y bilaterales.

A nivel interno, es necesario instrumentar programas de apoyos para la formación del mayor número posible de pequeñas empresas rurales en las comunidades del país y hacer efectiva la llamada Pyme Rural, con el fin de lograr que los campesinos y pequeños productores se apropien de todos los eslabones en los procesos productivos del agro. Necesitamos de un nuevo diseño de políticas públicas y programas para el campo, empezando por la simplificación de las reglas de operación de los programas federales y, simultáneamente, impulsar el Extensionismo Rural como una herramienta para el aprovechamiento de los recursos humanos con que contamos: agrónomos y profesionales del campo como agentes activos en la articulación de proyectos de desarrollo rural integral, con el apoyo de las instituciones académicas.

Por nuestra parte, en Zacatecas, los cultivos agrícolas están centrados en cuatro productos: frijol, chile verde, tomate rojo y maíz; tan sólo el frijol abarca 40% de la superficie sembrada, pero no se tiene control ni equilibrio sobre los precios al productor. Por desgracia, pese a que casi la mitad de la población de nuestro estado vive y trabaja en el campo (en su mayoría, son pequeños productores), sólo el 16% de ellos tiene ingresos que rebasan los dos salarios mínimos. Más triste aún: cerca de 300 mil zacatecanas y zacatecanos padecen pobreza alimentaria y muchos son originarios del campo.

De ahí que debemos refrendar el derecho de los pueblos y comunidades de México, en particular  las de Zacatecas, a determinar sus políticas bajo un enfoque agroecológico y sustentable acorde a las propias condiciones y potencialidades de cada región, buscando que las y los habitantes del medio rural se apropien y sean los verdaderos protagonistas en el proceso de producción, abasto y consumo para responder al derecho de la población al acceso de alimentos.

Por otra parte, es fundamental reivindicar la vida cultural de las comunidades rurales, fomentar el arraigo a las tradiciones y coadyuvar a frenar el proceso de desarticulación social. Efectivamente, la dimensión cultural no puede estar ausente en los proyectos de desarrollo rural, porque de lo contrario, el país estará en riesgo de perder sus identidades más profundas.

Finalmente, como he venido señalando, tenemos que fortalecer financieramente a los municipios del país, atendiendo sus necesidades específicas dentro de un nuevo sistema hacendario redistributivo y federalista. Paralelamente, resulta de primera necesidad optimizar nuestro marco jurídico a nivel estatal; en Zacatecas estamos cerca de conseguirlo de aprobarse la Ley de Desarrollo Rural Integral Sustentable para el Estado de Zacatecas. Ojalá no demore más…

* Diputado local

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