¡Tenemos miedo!

JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX *

Los rostros de los zacatecanos muestran tristeza y preocupación. A la pregunta de ¿cómo te ha ido? Viene la respuesta mecánica: ¡Bien! Cuando se interioriza en la plática, desde luego hay quejas de la resequedad del dinero, del empleo que los hijos no tienen, y que los viejos no pueden envejecer más rápido para dejar a sus nietos o hijos los puestos de trabajo.  La inseguridad quizá sea el tema que más lacera a la sociedad. La población hace su vida obligada en la calle, en los términos en que es posible: ir al trabajo y regresar a la casa. Difícil verse a tomar la copa con los cientos de grupos que se van entrelazando a lo largo de la vida: ex alumnos de una escuela, extrabajadores de una empresa, familiares… todo era antes un buen motivo para reencontrarse.  Hoy la vida termina a las 5 de la tarde, la ciudad se vacía, hay que estar atentos a los periódicos o la televisión para conocer la cifra oficial de muertos, y luego llamar a los conocidos para enterarse de los muertos no famosos.

Casi todos los negocios de la salida a Guadalupe se han ido cerrando, porque los malos no sólo se matan entre ellos: también salpican la muerte y cobran diezmos a los comerciantes establecidos.  Si la economía no da para mantenerse, mucho menos para mantener a los capos.  La avenida Hidalgo, desolada, con cada vez menos negocios.  Los segundos pisos de los palacios coloniales lucen vacíos: ¿quién se atreve a vivir allí?

Los recuerdos son simultáneos, como un lamento que sale de muy adentro. De cuando íbamos a los bailes del Estudiante a la universidad, y salíamos caminando hombres y mujeres de cualquier edad, disfrutando nuestra catedral en la madrugada de la noche que se iba haciendo día.  El empedrado de algunas calles se veía como espejos cortados: con un panorama así, alargábamos lo más posible el retorno a nuestros hogares, porque disfrutábamos de la paz y de la belleza de un Zacatecas que no existe más.

Cuando la Alameda Trinidad García de la Cadena se convertía en una pequeña pista para deambular, en ocasiones con un poco de alcohol, pero sin excesos, era perfecto tirar la tarde noche escuchando la música de la XXZ o de la XLK.  El paseo a La Bufa para los que tenían carro, llevar a la novia ya orientada al matrimonio –pero siempre con un chaperón que custodiaba a la virginal princesa- era ver la noche iluminada de la barranca zacatecana y sentir los aires fríos que arribaban del norte.

Era de ensueño ir a la segunda función del cine Rex, del Ilusión o del Teatro Calderón y salir siempre un bolita, como titanes resistentes al frío, disfrutando –eso sí- nuestra casa grande, nuestra iluminación nueva, porque muchos años no la tuvimos.  Recordamos las escasas lluvias de septiembre que limpiaban los pisos y los cielos al salir de la Feria del Patrocinio, luego de llenar nuestros oídos y el alma con la tambora, comiendo un manzana, algunas semillas o tacos… la familia era feliz: tenía una ciudad generosa que custodiaba a sus niños y a sus ancianos.

Las muertes no existían: sólo aquellas que la naturaleza mandataba.  De niños solamente recordamos algún asesinato por la fuente de Villarreal cercana a la plaza del Vivac: una de esas deudas viejas, donde el hijo manta al anciano que había antes asesinado a su padre.  Eran historias, fantasías, hechos aislados.

La tristeza está ahora en los jóvenes, que no pueden transportarse desde sus municipios a tomar clase en la ciudad. Los que tienen que hacerlo a comunidades muy cercanas como Tacoaleche, Morelos o Vetagrande, se juegan todos los días el albur de regresar con vida a la casa.  La moda de los últimos meses: matar niñas entre 15 y 18 años, despedazarlas y enterrarlas en las carreteras después de ser torturadas.  Nadie quiere pensar en el dolor de un padre que enfrenta la muerte de un hijo, mucho menos aquella que se sufre al estilo de los gladiadores romanos.

Zacatecas está triste, pero tiene esperanzas: en 1914, cuando vino la Revolución Mexicana y fue el escenario de la confrontación del Ejército Federal contra el Villismo, se vio correr mucha sangre, pues se trató de una guerra de exterminio.  Los zacatecanos ricos ya habían huido a la capital del país o allende la frontera norte.  Muchos años vivimos los destrozos de la bella ciudad, entre tiros de minas, mansiones derrumbadas por las balas de los cañones. Contábamos en la avenida Hidalgo los impactos de los perdigones en las bellas fachadas de la imponente Zacatecas, que aún se preservan como una viruela que la naturaleza mandó para marcar la piedra lila, rosa o gris, que no fue perdonada por su belleza.

Hoy tenemos una conciencia colectiva: un gobierno estatal que no nos escucha y uno federal que huyó con sus 80 mil muertos a cuestas. Inicia el nuevo régimen.  No es fácil tener esperanza en el “más de lo mismo”  Requerimos, en cambio, refrendar nuestra fuerza original: la de nuestros abuelos cuando la ciudad fue invadida en muchas ocasiones y reconstruida siempre.  Zacatecas seguirá siendo grande por la fuerza de sus hombres y mujeres, que habitan el estado o que salen a colonizar al mundo.  En nuestra gente está la verdadera esperanza: en la organización ciudadana que enfrente la indiferencia de los gobiernos con la determinación y la fortaleza que tuvieron los mineros para rasgar la roca y sacar su riqueza, haciendo de Zacatecas no sólo patrimonio de la humanidad, sino su orgullo.

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