Defendamos la educación superior como herramienta igualadora y de inclusión
LUIS GERARDO ROMO FONSECA *
En estos tiempos de mentira e infamia -como diría el gran poeta Antonio Machado-, la lucha por la autonomía de la universidad no sólo exige luchar contra la lógica mercantil como visión del mundo y de la vida, sino contra los argumentos a favor de una universidad que sólo atienda a la educación de los jóvenes en función de las demandas del mercado, propuesta no sólo irracional sino despiadada. Pablo González Casanova
Durante los años noventa, en todo el mundo se emprendieron una serie de reformas en la educación superior; como un proceso aparejado con los programas de ajuste estructural impulsados por los organismos internacionales -principalmente el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI)-, y dirigidos hacia las economías de los países en “vías de desarrollo”. A partir de estas reformas, la educación comenzó a ser concebida como un bien de consumo y no como una obligación del Estado para generar bienes intangibles y prosperidad; bajo esta óptica, en el caso de la educación superior, debía ser financiada por los interesados en recibirla, en pocas palabras, “que la educación cueste”.
De esta forma, el “modelo neoliberal” de educación superior en las universidades públicas fue impulsado ampliamente en algunos países de América Latina, incluido el nuestro por supuesto. No obstante, destaca lo sucedido en Chile: desde finales de los años setenta, la dictadura militar reestructuró el sistema educativo en un sentido socialmente regresivo, al desmantelar la “universidad tradicional” y erigir la “universidad empresarial elitista”; pero es a partir de 1981 que se impusieron una serie de reformas estructurales y financieras más agresivas, provocando no sólo el aumento del número de las universidades privadas, sino también que las propias instituciones públicas empezaran a cobrar sus matrículas. Como consecuencia de esta transformación, para el año 1990 el 52,4% de los alumnos inscritos en el nivel superior ya se concentraba en instituciones privadas que no recibían fondos públicos; mientras que el Estado chileno financiaba el 27% de los costos, siendo que en el período anterior a las reformas mencionadas, la cifra era del 100%.
Al observar el caso chileno, es evidente que la estrategia de desigualdad marcada por el BM es preocupante, sobre todo si observamos los datos que esta misma institución difunde: en Argentina, el número de alumnos matriculados en instituciones privadas aumentó un 76% entre 1985 y 1994. No hay duda de que con la puesta en marcha de estos procesos privatizadores de la educación superior, se genera una enorme exclusión social al privar del acceso a estudios universitarios a quienes no cuenten con ingresos suficientes para solventar los pagos de matrícula o hacer frente a los préstamos, en caso de que así esté establecido en los mecanismos de financiamiento.
En nuestro caso, a pesar de que históricamente México ha sido un ejemplo de país donde el sistema universitario público tiene un peso y un prestigio importante, gracias al impulso social que le dio la Revolución Mexicana al Estado; desde hace 30 años, las autoridades han optado por imponer gradualmente las pautas del modelo neoliberal. Esta tendencia ha propiciado que hoy en día en México nos encontremos con una limitada capacidad de la educación superior pública para atender la demanda creciente de jóvenes, que de manera legítima, aspiran a obtener mejores condiciones de desarrollo social a través del ejercicio profesional que brinda el acceso a una licenciatura y a los posteriores grados de especialización.
Bajo esta óptica, el Estado mexicano “renunció a su responsabilidad social con la educación superior y puso a la juventud bajo el poder de la mano invisible del mercado. Con la finalidad de atraer a miles de estudiantes a establecimientos privados con fines de lucro, los grupos en el poder han operado estrategias tendientes a desacreditar a las casas de estudio públicas, o a limitar el acceso a ellas”, tal como lo asegura Herlinda Suárez Zozaya, académica del Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM.
Prueba de ello, año con año son miles los estudiantes que son rechazados de las instituciones públicas, cada vez con menor capacidad para desahogar la demanda nacional; por lo cual, la formación universitaria privada ha experimentado un crecimiento muy significativo, al grado de que actualmente ya concentra un tercio de la matrícula de estudiantes de ese nivel (33.25%), es decir, un millón 180 mil 694 jóvenes.
En este sentido, Manuel Gil Antón, investigador del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México (COLMEX), sostiene que en los sexenios recientes se ha privilegiado la formación superior particular sobre la pública, porque el Estado ha dejado de otorgar recursos adecuados a estas instituciones públicas. Esta política -subraya- “perjudica a las personas de los estratos económicos más bajos, que son rechazados de las instituciones públicas de calidad y no pueden cubrir colegiaturas en escuelas privadas de elite, por lo que deben conformarse con colegios de bajo nivel”.
Como prueba de los niveles de exclusión en el nivel superior de la educación que se han producido en nuestro país, el documento “Educación superior en Iberoamérica. Informe 2011”, editado por la asociación Universia y el Centro Interuniversitario de Desarrollo; señala -comparativamente- que: en el año 2010 Cuba tenía una cobertura total; Venezuela del 79%; Argentina, 68; Uruguay, 64; Panamá, 45; Ecuador, 42; Bolivia, 38; Brasil y Perú alcanzaban el 34%; mientras que México tan sólo un 30%.
Cabe destacar además, que únicamente el 1% de los indígenas mexicanos que cursan la primaria, acceden después a estudios a nivel superior. Sin embargo, el problema educativo de México se presenta en todos los niveles; no sólo en el de la educación superior; Vernor Muñoz Villalobos, relator especial sobre el Derecho a la Educación de la ONU, advierte que en México existen grandes asimetrías estructurales y desigualdad en la educación: “enfrenta dos grandes retos: abatir la exclusión que genera el propio sistema educativo y elevar la calidad”.
Finalmente, podemos afirmar que el proceso de debilitamiento del sistema educativo a nivel superior, no sólo implica exclusión social y el riesgo de frenar la posibilidad erigir a la educación como herramienta igualadora y como solución de largo plazo a muchos de los problemas que tenemos en el país. Este proceso, además de ser una estrategia de cambio de gestión que dé entrada al capital privado en los centros académicos; tiene repercusiones de fondo como parte de un embate ideológico, ya que se corre el riesgo de imponerse una idea mercantilista del saber y del conocimiento, en perjuicio del pensamiento crítico, plural y libre, que caracteriza a la esfera académica. Bajo esta visión de la educación, la escuela es una empresa, los rectores son administradores, los profesores son formadores de capital humano, los estudiantes son usuarios, los padres de familia son clientes y se promueve una noción gerencial como resultado de la lógica costo-beneficio. Según esta terminología, la escuela no tiene como objetivo la formación integral de los estudiantes, ni forjar mejores ciudadanos; sino es entendida como una empresa del conocimiento con el fin de adaptar sus “productos”, simple y llanamente, dentro del engranaje que articula al sistema económico.
* Diputado local