Crecimiento económico y justicia social
LUIS GERARDO ROMO FONSECA *
En México, la política de Estado en materia social surgió a raíz de la Constitución de 1917, debido a que en ella se incluyeron los derechos sociales y se tipificaron figuras jurídicas colectivas, como los sindicatos, los ejidos y el municipio libre. Paralelamente, elevó a rango constitucional el derecho de huelga y estableció el derecho al trabajo, a la estabilidad del mismo, al salario remunerador, a condiciones laborales dignas; así como el acceso a la salud, a la educación y, en general, al bienestar de los trabajadores y sus familias.
La “Justicia Social”, como principio fundamental emanado de la Revolución Mexicana, quedó establecido como un mandato constitucional a partir de 1917 y al Estado se le asignó una función tutelar de los derechos sociales. Razón por la cual, durante la mayoría del periodo de hegemonía del Estado posrevolucionario, los ejes de la política social fueron el empleo y el salario; en torno a ellos se creó una red de instituciones concebidas para procurar la seguridad social de los trabajadores.
Sin embargo, con el paso del tiempo también se consolidó un sistema de relaciones clientelares entre el Estado y las organizaciones sociales y sindicales, que se estructuraron sectorialmente: obreros, campesinos, empresarios, comerciantes y organizaciones populares. Este proceso dio origen a una burocracia sindical asociada al poder político, que mediatizó las demandas sociales, generando altos niveles de corrupción del régimen político.
Posteriormente, a principios de los años ochentas, las élites tecnocráticas dieron un viraje al rumbo del país; del “nacionalismo revolucionario” se dio paso al modelo neoliberal y a la imposición de políticas monetaristas. Fue en ese momento, que el Estado Mexicano se alejó de los objetivos sociales y renunció a su obligación constitucional de redistribuir la riqueza nacional y procurar el bienestar de la población. Como consecuencia de la permanencia de ese modelo hasta la actualidad, las brechas sociales son más profundas y lejos de generar bienestar, empobreció a millones de mexicanas y mexicanos.
Si observamos la evolución económica de México en los últimos 20 años, comparado con los demás países de Latinoamérica (que es la región más desigual del mundo), podemos observar que, con la excepción de México y Honduras, todos mejoraron en cuanto a la distribución del ingreso y en disminuir sus índices de pobreza. Lo dramático de esta situación es que de los 112 millones que somos, al menos 35 millones de mexicanos tienen que sobrevivir con un ingreso menor a dos dólares diarios. Según informó el propio Banco Mundial (BM) en marzo pasado, una quinta parte del total de la población mexicana más pobre, es decir 22.6 millones de personas, tan sólo participan del 3.8% del consumo nacional de bienes y servicios; mientras que el 20% de la población con mayores ingresos, realiza un gasto que equivale a un 56.7%. Así mismo, de 25 años a la fecha, el 10% de la población mexicana aumentó notablemente sus beneficios, paralelamente a una disminución de los ingresos del 80% de ella.
Ante este escenario, una responsabilidad irrenunciable de cualquier gobierno radica, precisamente, en redistribuir la riqueza y atenuar las asimetrías, así como en brindar oportunidades de alimentación, educación, empleo y salud a todas las y los ciudadanos. No obstante, se requiere que el Estado genere las condiciones económicas, institucionales y culturales propicias para cumplir con este gran objetivo; porque hasta ahora, las crisis económicas recurrentes de los últimos 30 años, la marcada desigualdad y los elevados niveles de corrupción imperantes en México, han comprometido la posibilidad de que la agenda programática en materia social contenida en la Constitución pueda cumplirse.
Por el contrario, en México se han acentuado los desequilibrios sociales y hoy son mucho mayores y complejos. Es evidente que el mercado por sí solo no genera prosperidad; necesitamos un Estado promotor de la economía; pero a la vez, de la igualdad de oportunidades y que sea garante de los derechos de los grupos más desprotegidos de la sociedad. La construcción de un Estado verdaderamente democrático y de vocación social, es la única vía para lograr que los beneficios económicos se distribuyan e impacten en todos los sectores de la sociedad. Recordemos además que la viabilidad misma de la democracia, depende en buena medida de la capacidad del Estado para solucionar los grandes problemas que aquejan a los sectores mayoritarios de la población. En el mundo, las economías con mejor distribución del ingreso son las que poseen los mayores niveles de bienestar: el crecimiento económico y desarrollo social van de la mano y se refuerzan mutuamente.
* Diputado local perredista