Fuego Cruzado | Difamar no es gobernar

CUAUHTÉMOC CALDERÓN

En un fallo histórico, un tribunal federal ha declarado inconstitucional la sección “¿Quién es quién en las mentiras?” de las conferencias matutinas de Andrés Manuel López Obrador. El criterio no es menor: se reconoce que, durante años, el ex Presidente de la República utilizó recursos públicos y el aparato del Estado para estigmatizar, difamar y exhibir a periodistas, activistas y ciudadanos críticos desde la máxima tribuna gubernamental.

El caso más visible es el del periodista Raymundo Riva Palacio, quien obtuvo un amparo definitivo tras ser blanco de ataques directos desde la mañanera. El tribunal colegiado le dio la razón y dejó asentado que esta práctica violó derechos fundamentales como la libertad de expresión, el derecho al honor y a la privacidad. Pero lo más relevante del fallo es la afirmación categórica: las mañaneras operaron como un mecanismo de estigmatización y fomentaron censura indirecta.

Este no es solo un tema legal o personal, es una lección profunda sobre lo que significa ejercer el poder en democracia. Gobernar no es usar la palabra como garrote. Difamar no es gobernar. Desacreditar desde el púlpito presidencial a quienes piensan distinto no es ejercer autoridad, sino detonar una campaña desde el poder para inhibir la crítica.

Durante años, se permitió que el presidente señalara con nombre y apellido a personas que no podían defenderse en igualdad de condiciones. Se les colocaba la etiqueta de “mentirosos” sin juicio, sin pruebas, sin derecho a réplica real. Era el Estado hablando desde su poder, descalificando a quienes ejercían su derecho a opinar.

Este uso autoritario del micrófono presidencial no tiene cabida en una democracia moderna. Como lo plantean múltiples teorías del Estado de derecho contemporáneo, el poder debe contenerse, limitarse, rendir cuentas. La libertad de expresión es un pilar democrático precisamente porque protege al ciudadano del poder, no al poder del ciudadano.

Celebrar esta sentencia no es un acto de revancha, sino de civilidad. Porque lo que se defendió no fue sólo a un periodista, sino a la pluralidad, al derecho de disentir y al deber de fiscalizar al gobierno. Y porque la política no puede seguirse ejerciendo desde el agravio, la mentira institucionalizada o el uso faccioso de los medios del Estado.

En el fondo, este fallo es una advertencia: el poder tiene límites. Y cuando esos límites se cruzan, la ley —y la historia— pasan la factura.

El fuego sigue ardiendo.

Nos leemos el próximo lunes.