Crónica de un Sábado de Gloria que en Jerez arde en tradición
Jerez, Zac.- Jerez amaneció a sabiendas que no era un día cualquiera. Era Sábado de Gloria, y en Jerez eso significa que el cielo se pinta de humo, las calles se visten de colores y el corazón late al compás de los cascos.
Desde temprano, el rumor de la cabalgata se sintió en el aire. Seiscientos cuarenta jinetes —hombres de piel curtida por el sol, mujeres con rebozos ondeando como banderas— se congregaron junto al Puente del Río Grande. Allí, entre relinchos y el crujir de las sillas de montar, estaba la esencia de Jerez: una mezcla de devoción y fiesta, de silencio rezado y algarabía desbordada.
El alcalde Rodrigo Ureño Bañuelos cortó la soga —ese gesto simbólico que libera más que un camino: libera la alegría contenida— y la comitiva avanzó como un río de sombreros y trajes charros. Por las calles San Luis, Parroquia y Aurora, los balcones se llenaron de manos que saludaban, de niños que gritaban, de viejos que asentían con la mirada brillante. Era la procesión de un pueblo que no olvida.
En el Santuario de la Soledad, las flores cayeron ante la Virgen como promesas mudas. Un minuto de silencio. Solo se escuchó el roce de las espuelas contra el piso. Después, la música de las bandas rompió el hechizo y Jerez volvió a reír.
El Judas que ardió en carcajadas
El momento cumbre llegó con la Quema de Judas. Este año, un muñeco de Donald Trump —con su corbata roja y el ceño fruncido— fue lazado, arrastrado y finalmente reducido a cenizas entre vítores. La tradición, que convierte la traición en espectáculo, es puro teatro callejero: aquí nadie perdona a los villanos, pero todos se divierten con su castigo.
Los Judas estallaron en plazas y cantinas, iluminando rostros sonrientes. El olor a pólvora se mezcló con el de las carnitas y el tepache. En el Jardín Rafael Páez, recién abierto después de la Cuaresma, las familias se apretujaban para ver el espectáculo. «¡Mira, abuelo, cómo quema!», gritó una niña mientras señalaba las llamas. El viejo asintió: «Así hemos hecho siempre».
La noche que no quiso acabarse
Cuando el sol seguía pegando duro, fuerte, Marco Flores y la #1 Banda Jerez tomaron la explanada. La música, esa fuerza que aquí es casi religión, sacudió el aire. Los pies golpeaban el empedrado, las palmas marcaban el ritmo, y las luces de los toritos giratorios dibujaban círculos en la noche. Alguien dijo, entre risas: «En Jerez, hasta los muertos bailarían si los invitaran».
Entre tanto, los elementos del Ejército, la Policía Montada y Protección Civil vigilaban sin estorbar. Su presencia discreta era como la de los cerros que rodean el pueblo: guardianes silenciosos de una fiesta que nunca se desborda, porque aquí la alegría tiene orden.
Epílogo: Lo que el fuego no se lleva
Al final, cuando las últimas brasas de los Judas se apagaron y los músicos guardaron sus instrumentos, Jerez siguió vibrando. Porque esta fiesta no es solo humo y jolgorio: es memoria. Es el recuerdo de los abuelos que cabalgaban igual, de los niños que algún día cortarán la soga, de los forasteros que llegan y se quedan prendados de un pueblo donde la tradición no es museo, sino fiesta viva.
La Feria de la Primavera continuará hasta el 27 de abril, pero el Sábado de Gloria ya hizo lo suyo: recordarnos que en Jerez, la felicidad también es un acto de resistencia.
LNY/Redacción