¿Por qué la niñez?

ANA GABRIELA ÁLVAREZ MÁYNEZ

Tuve una infancia alegre, viví en una colonia tradicional en la que los niños salían a la calle a jugar. Iba al parque, a la tienda y a divertirme en las casas de amigos y primos cercanos que nos rodeaban.

Otra fortuna con la que crecí, fueron los libros. Mi casa tenía enciclopedias, libros infantiles clásicos que me leían mis padres, en mis primeros años, y que cuando aprendí a hacerlo, gracias a maestros entrañables, disfrutaba por todos los rincones. Esos libros eran guía e instrumento para jugar a ser maestra, para hacer casas de muñecas, para hacer las tareas y para formar todos los mundos que mi mente imaginaba.

Uno de los recuerdos que siempre está presente es cuando acudíamos al mercado de Guadalupe a comprar alimentos y al terminar mi madre se detenía en el estanquillo, ubicado afuera de ese lugar, y nos permitía elegir comics y cuentos. Deseaba llegar rápido a la casa y ponerme de acuerdo con mis hermanos para ver cuales íbamos a leer primero. Todo ello forma una vocación, una historia que no olvidaré, y que siempre he deseado para todos los niños.

Con el paso del tiempo, pensaba en que nunca acudí a cursos extracurriculares que me formaran, pues todo esto se me daba en la casa y en las calles, junto a otros niños. Pensaba en cuáles eran los motivos, primero pensaba que mi mamá no sabía manejar, cargaba con el mandado en el camión, con los hijos y no era fácil la movilidad a los espacios en donde se daban dichos cursos. En segundo lugar, cuando me di cuenta que en estos lugares había un costo, sabía que implicaba una situación difícil para muchos padres, el transporte, el pago del curso, el material necesario y todo lo que implicara.

Estudiando la licenciatura en la Unidad Académica de Letras teníamos que realizar el servicio social, y la maestra Matilde Hernández nos sugirió hacer talleres de lectura para niños, usando el proyecto de unos libros muy bellos llamada A la orilla del viento, editados por el Fondo de Cultura Económica. Nos encantó la idea, cuatro compañeras y yo, comenzamos la planeación.  El proyecto consistía en acudir a las colonias y leer con los niños, dar un seguimiento a sus lecturas, y como estudiantes de esta carrera entrañable, hacer énfasis en la enseñanza de la lengua materna a niños en espacios públicos, calles, parques o bibliotecas disponibles.

También recuerdo que me preguntaban ¿qué hacen los que estudian letras? En primer lugar venía a mi mente que si en nuestro país había escasa cantidad de lectores, esa debería ser mi primera labor, promover la lectura. Y con los recuerdos sobre mi formación lectora, echamos a andar todas las estrategias posibles para lograrlo. Así que fue maravillosa la idea de comenzar los talleres, que iniciaron con esa forma de hacer el servicio social, y se afianzaron como una necesidad de hacerlos por el compromiso, el amor a los niños y por las ganas de generar una solución a “diversas cosas”, a través de la lectura.

La aventura de realizar aquellos talleres, después de 26 años de seguir apoyando aquella iniciativa, ha sido un mundo de experiencias, aprendizaje y construcción de tejido social. Después de leer la historia de Tocha, de Gonzalo Soltero, Los melocotones, de Tolstoi o El blues de los coyotes, de Federico Arana, después de que por mi mente corran imágenes de los niños sonriendo, sorprendidos por alguna historia, preguntando qué significa una palabra, imaginando un final distinto, sentados en un parque, en una banqueta, en las calles de tantas colonias y comunidades de Guadalupe, la historia sigue.

Los niños son inteligentes, no es una frase que debemos decir y soltar al aire porque son muy listos con la tecnología, sí lo son. Si los escuchamos con atención, si dialogamos con ellos, si somos una parte real de su entorno, de sus emociones y su sentir, podremos darnos cuenta de todo lo que perciben, de todo lo malo que les inculcamos y de todo lo bueno que ellos pueden absorber. Merecen honores, merecen que pensemos en ellos en serio, ser tomados en cuenta.

De estas reflexiones surge la pregunta del millón ¿dónde estamos los adultos para ellos, para los niños? Esta pregunta se ha incrustado en mi mente con mayor ahínco en los últimos años, porque no quiero sumergirme en la realidad que nos acaba, no quiero dejar de salir a la calle con tranquilidad, quiero brindarles a ellos parte de esa niñez que me tocó vivir y quiero que sus padres tengan la tranquilidad de hacerlo. ¿Los escuchamos, les dedicamos atención real, leemos con ellos? ¿Qué estamos haciendo los adultos? Sé que hago preguntas difíciles, sé que no es fácil esta realidad, pero sé que no es imposible seguir luchando por disolver todo aquello que nos impida darles a ellos un mundo mejor, lleno de lectura, de imaginación y de mucho amor, porque es lo menos que se merecen.

La lectura en las calles sigue viva después de varios siglos, sigue siendo necesaria, sigue siendo un espacio de convivencia, de creación y de formación. Sigamos con esta actividad que nos llevará a muchos mundos, que brinda universos, inteligencia, sueños o simplemente que nos conduzca a encontrar caminos necesarios para salir del entorno que ensucia aquel momento que no nos agrada. La niñez debe obtener lo mejor de todos los que estamos a su alrededor.

* Docente de la UAPUAZ

Unidad Académica Preparatoria de la Universidad Autónoma de Zacatecas