AMLO y el CIDE
AQUILES CÓRDOVA MORÁN
¿Cómo se explica el actual conflicto en el CIDE? El presidente López Obrador lo dijo así: “Entiendo que exista una escuela como el ITAM, está bien, impulsada por el sector privado para impulsar sus cuadros. Pero que el Estado también esté financiando una institución con esos mismos propósitos. Imagínense. Están formando jóvenes para hacerle caso al FMI y que si hay una crisis la receta es darle a los de arriba, y que el Estado no debe intervenir, que debe diluirse y solo utilizarse para reprimir”. En una palabra, es un contrasentido que en los centros de educación superior costeados por el Gobierno se imparta la economía del capital.
La otra versión la dio el 25 de noviembre Alfonso Zárate en un artículo en el que cita un documento del 27 de noviembre de 1984, es decir, de hace 37 años, el cual decía textualmente: “En el CIDE los signos de deterioro están ya presentes, son claras las evidencias de una conducción atropellada y transgresora. El Centro nació para formar profesionales con vocación de servicio público, preparar personal académico para las instituciones de educación superior, estudiar la realidad de nuestro país y construir propuestas de solución para sus problemas” (negritas de ACM). Al final, Zárate da su opinión; “Sin embargo, hoy, de nuevo enfrenta (el CIDE) un momento difícil, definitorio: se le han aplicado brutales recortes y José Antonio Romero Tellaeche se propone convertirlo en un instrumento de la 4ª T”
Ambas citas aclaran el problema. ¿Quién tiene la razón? ¿De qué lado debe estar la opinión pública informada del país? En su columna JAQUE MATE (REFORMA, 30 de noviembre), Sergio Sarmiento dice: “Se consumó la imposición. José Romero Tellaeche fue nombrado director del CIDE por el Conacyt. Ni siquiera se quiso registrar el voto en contra de varios miembros de la Junta de Gobierno, como el INE. Fue una decisión autoritaria”. Es decir, una imposición sin atenuantes. Este grosero atropello, junto con la materia de fondo del conflicto, han despertado críticas y protestas de académicos e investigadores del propio CIDE y de otras instituciones, de intelectuales y politólogos de primera línea y, por supuesto, de la comunidad estudiantil lastimada. La misma columna de Sarmiento dice: “El odio visceral del presidente a académicos, escritores e intelectuales es preocupante. Al escuchar sus peroratas es difícil no recordar las palabras del fascista José Millán Astray, quien increpó el 12 de octubre de 1936 a Miguel de Unamuno con la frase «Muera la inteligencia»”. Ciertamente, el ataque al CIDE trasluce un odio irracional e indiscriminado a la inteligencia, conducta ligada históricamente al nazifascismo de la primera mitad del siglo XX.
Por su lado, la investigadora del ITAM y politóloga Denise Dresser, también en REFORMA del 22 de noviembre, da 9 razones para defender al CIDE, de las cuales entresaco algunas de las más incisivas, aunque no literalmente: López Obrador busca imponer un pensamiento único, “enraizado en un nacionalismo revolucionario extemporáneo” en todos los ámbitos de la educación superior; no quiere la inteligencia libre sino la inteligencia enjaulada; esgrimiendo el combate a las élites privilegiadas está acabando con instituciones que han sido importantes canales de movilidad social; su intento de “estrangular y controlar al CIDE exhibe impulsos profundamente antidemocráticos”; quiere hacer de su propia élite intelectual un grupo de ataque contra el resto de la intelectualidad y que ese ejército se aboque a hacer propaganda a su proyecto político y dicte a todos cómo se debe enseñar y cómo se debe pensar. Carlos Marín, en MILENIO del 22 de noviembre, dijo: “En lo que cada vez más hiede a remedo de la fracasada «revolución cultural» maoísta, la alergia oficial al conocimiento parece dejar de asediar a la UNAM y a las autonomías para centrar su ataque al CIDE con la intención de extirpar el «pensamiento neoliberal»”. Según Marín, Romero Tellaeche sostuvo en conversación virtual con alumnos que exigen su salida, que «Los planteamientos neoliberales y neoclásicos en todos los ámbitos de la enseñanza en el CIDE no están obedeciendo a lo que la sociedad está demandando…»”. Esta declaración, claro reflejo del pensamiento presidencial, deja claro que el propósito es el control absoluto del aparato educativo del país como parte del Estado mexicano.
Para terminar el breve repaso, EL UNIVERSAL del 5 de diciembre informó que “Miles defienden al CIDE”. “Bajo las consignas «¡Más ciencia, menos obediencia!», «¡va a caer, va a caer, Romero va a caer!», «el CIDE es primero, saquen a Romero», «esos son los que friegan a la nación», «¿por qué nos politizan si somos el futuro de América Latina», «un dictador no será mi director»” (…) y otras parecidas, “más de 2 mil estudiantes y académicos del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) marcharon ayer sobre la avenida Insurgentes”. Muy interesante, en particular, fue la opinión de Jean Meyer, quien aseguró que el problema “ya dejó de ser un asunto de la pequeña Institución que es el CIDE, es un asunto de todos los académicos y universitarios del país”. Creo que Jean Meyer da en el blanco.
En mi opinión, todas las críticas tienen mucho de cierto, como corresponde a la calidad profesional de sus autores. Sin embargo, todas coinciden en culpar solo al presidente, pero dejan sin explicar al presidente mismo, es decir, sin esclarecer los orígenes profundos de su conducta y de sus propósitos manifiestos. A este respecto y aunque muy de pasada, dije en un artículo anterior que AMLO quiere tomar el control absoluto del Estado inspirado en la tesis de Marx, formulada por primera vez después del amargo fracaso de la Comuna de París en 1871. Según Marx, ese fracaso y el baño de sangre consiguiente perpetrado por el gobierno de Thiers, demostró que una revolución victoriosa no puede limitarse sencillamente a apoderarse del viejo aparato del Estado para ponerlo a su servicio; es necesario destruirlo hasta sus cimientos para colocar en su lugar un Estado nuevo, diseñado exprofeso para los propósitos de la nueva clase en el poder.
López Obrador está convencido de que su 4ª T es una verdadera revolución y que, por tanto, tiene el derecho y aun el deber de apoderarse del Estado para asegurar la marcha fluida y el triunfo de su proyecto: extirpar el modelo neoliberal e implantar el reino de la economía moral, una economía sin privilegios para nadie, sin corrupción, austera y firmemente dispuesta a reorientar el gasto público a favor de las masas empobrecidas mediante transferencias directas de dinero, sin intermediarios de ninguna especie. Hasta hoy, sin embargo, nadie sabe con exactitud qué papel asigna a la inversión privada, nacional y extranjera, al libre mercado, y cómo piensa impulsar el crecimiento sostenido de la economía, sin el cual sus programas sociales resultarían imposibles. El presidente parece confundir neoliberalismo y capitalismo, puesto que ataca a ambos al mismo tiempo sin hacer distinción alguna entre ellos. Parece no entender que sin un crecimiento vigoroso y constante de la economía de mercado su proyecto no podrá sobrevivir. O, en su defecto, sustituir al capitalismo por un modelo económico radicalmente distinto, llámese como se llame.
De esta confusión e indecisión frente al capital (golpea verbal y económicamente a los capitalistas “malos” y favorece y se apoya en los capitalistas “buenos”), al mismo tiempo que de su seguridad ciega sobre el carácter revolucionario de su 4ª T, nace su política errada sobre el control del Estado. Quiere un Estado totalmente al servicio de su proyecto, pero no se atreve a demoler el viejo aparato; se conforma con designar incondicionales al frente de los puestos clave y deja intacto el resto de la estructura. Cree aplicar a Marx cuando realmente va a contrapelo de su planteamiento. Es en este contexto que se inscribe y explica su ataque al modelo educativo vigente: desea transformarlo en brazo ideológico de la 4ª T, como dice Zárate, pero se limita a imponer un director obsecuente sin precisar qué tipo de economía reemplazará al “neoclasicismo” y al “neoliberalismo”.
El Estado burgués nació para dar la lucha contra el mercantilismo, padre y antecedente inmediato del capitalismo industrial y financiero; para combatir el poder centralizado y dispensador de privilegios encarnado en el Estado absolutista; quería combatir el monopolio y los privilegios de las grandes compañías comerciales y coloniales, como la de las Indias Orientales y la Casa de Contratación de Sevilla, y también a la industria artesanal, cerrada y organizada en gremios. Fue arma contra el proteccionismo estatal y, por eso, contra la legislación que los garantizaba y legitimaba. “Frente a las leyes del Estado tuvo que demostrarse la autonomía legítima de las leyes económicas y su superioridad sobre la legislación estatal. Así pues, la política de la burguesía se basa en la economía política entendida como ciencia y la lucha contra el mercantilismo se convierte en la lucha por la libertad económica, y esta, a su vez, se traduce en la lucha por la libertad de la persona contra la tutela estatal” (Rudolf Hilferding, El Capital Financiero). De ahí su conocido lema: “Laissez faire, Laissez passer”. La economía política del capital, de la que el neoclasicismo y el neoliberalismo no son más que variantes necesarias, es la piedra angular del mercado y la libre empresa, y por eso, no se puede destruir sin destruir antes el sistema que la engendra y al que sirve.
El CIDE cumple, en efecto, una indispensable función social, como dicen Denise Dresser y Alfonso Zárate: sirve de vehículo a la movilidad social y busca que el sistema funcione de manera óptima. Sería sencillamente absurdo que enseñara economía socialista o comunista, es decir, una economía para un sistema inexistente. Esto no excluye, naturalmente, el deber de la crítica científica y sistemática del modelo capitalista, ni la creación de hipótesis rigurosas de cómo superarla llegado el caso. Pero para eso, no hace falta desterrarla de los centros de educación superior, porque entonces quedaríamos a ciegas respecto al funcionamiento y mejoramiento del actual modo de producción.
Por eso, en la actual disputa por el CIDE, la razón está de parte de la comunidad estudiantil y magisterial de la institución, de los investigadores, académicos, politólogos y columnistas que se pronuncian en contra de la actual embestida de la 4ª T a través de un director espurio, y la opinión pública nacional debe apoyar su lucha de manera firme y decidida. El ataque al CIDE no es “en lugar de” sino “además de” la UNAM y otros centros educativos; y sus estudiantes y profesores harían bien en registrarlo y sumarse con todo a la lucha por el CIDE, siguiendo la convocatoria implícita de Jean Meyer. Si no es así, todos saldremos perdiendo.