El adiós…

JUAN GÓMEZ

Llegó a casa una tarde del 2004 acompañado de su cobija y su camita, de su gracia y su abundante pelusa, con su carga de alegría y ternura que le acompañaría todos los días, las noches y las mañanas que estuvo junto a nosotros, dándonos la generosidad de su felicidad.

Por su mirada pasó la niñez, la adolescencia y la madurez de mis hijas, a las que acompañó siempre en cada una de sus etapas como estudiantes y profesionistas. Cada una de ellas tiene una historia de crecimiento ante este noble animal.

Llegar a casa y encontrarlo en el jardín, siempre expectante, emitiendo algunos ladridos de alerta o de alegría, era parte de su característica habitual. Habría que tener cuidado para que no burlara la reja, pues siempre estuvo en casa y era difícil que pudiera luchar solo contra los riesgos del exterior.

Pero cuando lograba salir era el perro más curioso que se puedan imaginar. Todo lo olía, las piedras, las hierbas, el aire, el humor de la calle. Iba palmo a palmo recorriendo la calle en medio de los ladridos de los perros de los vecinos. No le importaba. Sabía que no podían salir para arrebatarle los aromas que ya eran suyos.

Sin embargo esas salidas que para él eran parte de saciar su curiosidad y conocer el mundo, para mi familia y en especial para mis hijas se convertía en un drama. Habría que buscarlo rápido, de inmediato. Su fragilidad nos inquietaba pero sobre todo, que pudiera perderse y no regresar a casa.

A trancos o en el auto recorríamos el fraccionamiento, casa por casa, palmo a palmo, en su búsqueda. Cuando lo veíamos robando los olores de las hierbas el corazón se desaceleraba y esa fusión, de temor y coraje, se desvanecía junto a los aromas que ya eran de él.

Regresar con él en los brazos o con su correa era devolver la tranquilidad y la alegría a casa, esa casa que no debía abandonar, no por su seguridad, sino para tranquilidad nuestra.

Salir de vacaciones o de paseo era otro problema. ¿Dónde dejarlo? ¿Con quién dejarlo? La primera vez que lo alojamos en una guardería para mascotas no nos sentimos satisfechos. El trato que le habían dado no había sido el adecuado. Tenía demasiado amor para ser tratado con rudeza y frialdad. No lo volvimos a dejar ahí.

Decidimos que era mejor que se quedara en casa, con su dispensador de croquetas y con agua suficiente para los días de nuestra ausencia. Corrimos el riesgo, siempre con la preocupación de su soledad, pero lo hicimos.

Al regreso, apenas escuchaba el ruido del motor del auto estacionándose en la cochera empezaba a ladrar reclamando ¿o reprochando? nuestra presencia. Celebraba con nosotros el regreso a casa. Apenas abría la puerta de servicio y salía disparado como un torpedo empujado por las patas traseras. Daba vueltas y vueltas en el patio, feliz por nuestro regreso.

Durante sus primeros años de vida dormía en el patio de la casa. Le compré su casita en el supermercado para que ahí se guareciera del frío y de la escasa lluvia que suele caer en Zacatecas. Pero creo que el depa no fue de su agrado. Nunca se acostumbró a entrar para estar calientito con su cobija de cuadritos, afelpada y abrigable.

Un buen día mi hija Mariana lo tomó como suyo. En realidad se lo habían regalado a mi hija Claudia pero ella se tuvo que ir a estudiar fuera del estado y nos lo dejó con todo y cobijas.

Con Mariana encontró mucho cariño y ternura. Lo adoptó como a un hijo. Ya no permitió que se quedara afuera de casa. Lo metió a su cuarto para nunca más salir de ahí. Ya no se volverían a separar.

Algunas mascotas no solo nos tocan el corazón sino que nos cambian la vida. A veces no nos damos cuenta pero cuando echamos la vista hacia atrás, nos percatamos de todo lo que nos dieron.

En mi niñez siempre tuve un perro de compañero a mi lado. Le puse muchos nombres, incluso algunos motes de broma para vacilar a los amigos cuando me preguntaban el nombre de la mascota.

Algunos de estos nobles animales los recuerdo con mucho cariño y agradecimiento porque incluso, llegaron a defenderme cuando alguien quería agredirme. Enseñaban los colmillos y se les erizaban los pelos del lomo. Era suficiente para que se alejaran de mi, ya fuera en broma o en serio.

Copito ha sido diferente. El nombre se lo pusieron mis hijas porque parecía un copo de nieve, blanco y esponjoso. Se convirtió en un miembro más de la familia.

Hoy nos ha dicho adiós… y con los aromas, se llevó también nuestro cariño y nuestros recuerdos y parte de nuestra historia familiar.

Su moño para la boda lo está aguardando junto con sus chalecos, sus cobijas, sus toallas, sus collares, su correa y su cama para dormir. Aquí seguirá con nosotros, en nuestros recuerdos, en nuestras vivencias y anécdotas.

Hoy cuando llego a casa veo la falta que hace que esté con nosotros. Gracias Copito por darnos tanta alegría, paz y tranquilidad.

Los aromas de la calle siempre llegarán contigo a casa.

Al tiempo.

Twitter: @juangomezac

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