Corrupción en el poder público igual a impunidad
MARIA DEL SOCORRO CASTAÑEDA DÍAZ
En esta semana en la que los mexicanos recordamos (o al menos deberíamos recordar) el CXIX Aniversario del inicio de la Revolución Mexicana, me resulta casi penoso, pero definitivamente necesario, hablar de ciertos asuntos que en los últimos días se han publicado en algunos medios de comunicación, y que extrañamente no han causado el revuelo que se esperaría de situaciones tan serias y delicadas.
Por una parte, el pasado 14 de noviembre, Jeffrey Lichtman, abogado del narcotraficante Joaquín Guzmán Loera, alias “El Chapo Guzmán”, aseguró, durante el inicio del proceso que se sigue al capo en Nueva York, que “el actual presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, y su predecesor, Felipe Calderón, recibieron millones de dólares en forma de sobornos por parte de Ismael El Mayo Zambada, uno de los líderes del cartel de Sinaloa que “aún sigue en libertad”[1].
En pocas palabras, el defensor de Guzmán está diciendo que Ismael Zambada es el verdadero jefe y en cambio, su defendido es prácticamente víctima de sí mismo porque decidió alimentar su propio mito, pero en realidad “el mayor narco no sale”. De acuerdo con esta versión, Zambada habría podido actuar impunemente a partir de cuantiosas dádivas, no se sabe si a los gobiernos o a las personas que encabezan o encabezaban esos gobiernos.
Por otro lado, y coincidentemente ese mismo día, 14 de noviembre, HuffPost México publicó un reportaje especial que señala fue “auspiciado por Connectas y el International Center for Journalists”[2], en que se da a conocer “a través de documentos oficiales, el uso personal que dieron tres miembros de la clase política mexicana a los recursos destinados para el desarrollo del campo y las pequeñas empresas”. Se trataría del priísta mexiquense César Camacho Quiroz, quien tiene en su currículum una larga lista de cargos públicos que sinceramente sería excesivo mencionar; del exdiputado federal panista Wenceslao Martínez Santos y del también panista exalcalde de Cozumel, Gustavo Ortega Joaquín. Los tres personajes habrían recibido recursos públicos para apoyar sus empresas vinícolas. En realidad, vale la pena leer el trabajo de investigación, con el fin de comprobar tristemente una vez más, cómo estar bien colocado en la esfera política hace mucho más probable obtener beneficios para mejorar la propia situación económica.
Ambos casos, que por desgracia no son únicos, pero cuya publicación es reciente, me mueven a pensar por enésima vez acerca de una de las declaraciones más inoportunas que haya hecho un político de cierta jerarquía en los años recientes. Me refiero al todavía presidente Enrique Peña Nieto, quien expresó sus ideas acerca de la corrupción en repetidas ocasiones durante los últimos seis años, pero que el 23 de junio de 2015 alcanzó la cúspide. Ese día, nuestro siempre acicalado y ya saliente gobernante dijo que la corrupción: “[…] es un problema a veces de orden cultural. […] porque además está en el orden mundial, no es privativo de nuestro país ni de nuestra sociedad, me parece que es un tema de orden global, está en todo el mundo y a veces más que aparejado a una cultura, lo está a una condición: a la condición humana”[3].
En pocas palabras: según Peña, no tenemos nada de qué espantarnos, en verdad hay corruptos en todo el mundo y francamente antes de rasgarnos las vestiduras tendríamos que reconocer nuestra condición humana. Es parte de nuestra naturaleza ser corruptos, pues. Palabra del dueño de la Casa Blanca, uno de los ejemplos de corrupción más descarados de la historia de México.
Y tristemente, como para reforzar los dichos de Peña, Óscar Tamez Rodríguez, del Centro de Estudios Políticos e Historia Presente, A.C., que tiene sede en Monterrey, Nuevo León, en un interesante artículo publicado pocos días después de las citadas declaraciones[4], menciona una encuesta aplicada precisamente en Monterrey en 2010 y 2012, en la cual se cuestionó a los ciudadanos acerca de la cultura de la legalidad, y cuyos resultados mostraron que la mitad de los regios considera que la otra mitad es corrupta, y que 70 por ciento de ellos piensa que en general todas las personas somos corruptas.
Y aún más: el analista deja muy claro que, por más que nos escandalicemos, la mayoría de los mexicanos estamos inmersos en un ambiente donde la corrupción es el pan de cada día: “[…] es recurrente el discurso de que somos más los buenos que los malos, un cliché barato y novelesco que está como las guapas de las novelas, alejado de la realidad. Los pillos, los criminales, los delincuentes, los que portan armas, los que defraudan, los que violan la ley cohabitan con sus familias y nadie los delata. Por cada delincuente hay al menos 2, 3 o 5 personas ligadas a él que saben de sus faltas a la ley y nadie los denuncia. Así que no nos extrañemos de reconocer que no es cierto que somos más los buenos que los malos”.
En una palabra, como decía una vieja propaganda del sexenio de Miguel De la Madrid, “la corrupción somos todos”, no solamente los políticos, y los mismos ciudadanos lo reconocemos.
Sin embargo, el punto es que, en términos generales, una buena parte de las personas relaciona el término con los actos de las y los funcionarios y no necesariamente con los hechos de la vida cotidiana. En este sentido, vale decir que hasta la misma autoridad federal tiene una definición de corrupción muy precisa que aparece en la página de la Secretaría de Gobernación y que señala que ésta “Consiste en el abuso del poder para beneficio propio. Puede clasificarse en corrupción a gran escala, menor y política, según la cantidad de fondos perdidos y el sector en el que se produzca”[5].
La corrupción, de acuerdo ni más ni menos que con nuestra administración federal, puede ser a gran escala, término que hace referencia a los actos cometidos en los niveles más altos del gobierno a través de los cuales se distorsionan las políticas o las funciones centrales del Estado, lo que deja que los líderes se beneficien a expensas del bien común. También, siempre de acuerdo con nuestro gobierno federal, existen los actos de corrupción menores, que son las manifestaciones de abuso cotidiano de poder por funcionarios públicos de bajo y mediano rango al interactuar con ciudadanos comunes, y por último, está la corrupción política, que tiene que ver con “la manipulación de políticas, instituciones y normas de procedimiento en la asignación de recursos y financiamiento por parte de los responsables de las decisiones políticas, quienes se abusan de su posición para conservar su poder, estatus y patrimonio”.
En pocas palabras: la corrupción está ligada directamente al ejercicio del poder público y los ciudadanos comunes seríamos apenas testigos, a veces víctimas y prácticamente nunca copartícipes de dicha práctica. Pero me parece que no hay nada más alejado de la realidad. Quienes no somos parte de la burocracia ni ejercemos el poder, no podemos ni debemos lavarnos las manos y limitarnos a cuchichear cuando conocemos situaciones que nos indignan y nos asquean. Porque es en serio: todos los mexicanos formamos parte de tan lamentable situación, sobre todo desde que nos decimos más democráticos que los suecos, porque nuestros gobiernos son resultado de nuestras decisiones en las urnas, así que las acciones de nuestros políticos nos involucran directamente, y no deberíamos seguirlas viendo pasar así nada más, como si estuviéramos frente a una serie de Netflix.
El problema está presente en la esfera pública, claramente, y reconozcámoslo: también en el ámbito privado muchas personas caemos, conscientemente o no, en prácticas de corrupción, con la diferencia de que no existe en nuestra legislación la tipificación del delito de corrupción entre particulares.
Sin embargo, necesitamos empezar por reconocer que se trata de un problema que nos atañe y ante el cual no deberíamos ser tan indiferentes y, como en los dos casos mencionados, los dejáramos pasar como si fueran una volada más de los periodistas.
El asunto es que la corrupción indudablemente es más evidente en la vida pública de nuestro país. Los ejemplos saltan a la vista cada día. No tienen que ver con el color del partido del que haya salido la persona presuntamente responsable, sino que están más relacionados con una tendencia generalizada a pensar que trabajar para el sector público y tener una posibilidad más o menos grande de ejercer un cierto poder, da derecho a pisotear al otro, a abusar del otro, a aprovecharse del otro. Y lo malo en este caso es que ese “otro” es el que paga su salario, el que le permite vivir bien, el que le da la confianza para que se ocupe de conducir a este país.
Y no, no es un asunto que necesariamente tengamos que asociar con la naturaleza humana, porque sería tanto como resignarnos a aceptar algo casi inevitable. Se trata, en cambio, de una situación que estamos obligados a pensar como un tema que tiene más que ver con el modo en que, ya en caso extremo, adaptamos esa presunta naturaleza humana a la interacción social.
Y aquí aparece otro asunto que me gustaría dejar bien claro. Ni Peña, ni Calderón, ni Camacho Quiroz, vamos, ni siquiera el mismo Zambada, ni nadie que como ellos sea presunto responsable de actos de corrupción ha caído en éstos fortuitamente. Todos, sin excepción, tienen un motivo específico, una causa que los ha orillado a comportarse como si lo único que importara en el mundo fuera su propio bienestar: son personas profundamente ignorantes. Y no, no estoy hablando de preparación académica. Los títulos aquí no importan. Lo que ignoran estos personajes, porque crecieron pensando solamente en obtener el mayor grado de poder posible, es que, ante todo, es necesario contar con una cierta ética, resultado de la conciencia de que los seres humanos somos individuos, sí, pero también somos parte de una sociedad y que, en este sentido, debemos mostrar respeto por nuestros semejantes, sin abusar de ellos, sin pisotearlos, sin violentarlos.
Es esa educación la que debería comenzar en el hogar y reforzarse en la escuela. Y quisiera pensar que no tiene que ver en absoluto la condición social o económica de las personas, pero esa sería una discusión todavía más profunda que en este espacio me resulta menos sencillo abordar.
Sin embargo, lo que me parece necesario aceptar y reconocer es que una educación adecuada, formal e informal, y un verdadero fomento a los principios éticos más profundos, son la única salida viable para este problema tan serio que representa la presencia de la corrupción, ya sea en el ámbito público que en el privado.
El asunto es que, en los casos más recientes expuestos al principio, estamos hablando de situaciones verdaderamente graves. La presunta condescendencia hacia un solo capo del narcotráfico, solapada desde las más altas esferas gubernamentales desde donde, además, se habría iniciado una guerra frontal a la delincuencia que de ser ciertas las acusaciones resultaría una verdadera farsa, nos habla de una descomposición difícilmente irreversible. En realidad, el asunto resulta por demás complicado, particularmente porque se habla de dos administraciones federales diferentes, de dos periodos de gobierno con estilos y personas muy distintos que, sin embargo, habrían solapado un verdadero ejercicio del poder desde la delincuencia. Y claro, resultaba obvia la respuesta de los presuntos involucrados. Negar era lo obvio.
En cuanto a los tres políticos involucrados en el escándalo del aprovechamiento de recursos públicos para financiar sus propias empresas, no queda mucho por decir. César Camacho es un viejo conocido de los mexiquenses. Es un político que ha tenido casi todos los cargos a los que se puede aspirar, pero además, lo hemos visto transformarse con el paso del tiempo de ser un hábil político con cierta preparación, talento y mucha astucia, a un hombre de gustos caros, que van desde la adquisición de costosísimos relojes de pulso y trajes finísimos, hasta la iniciativa de convertirse en empresario, pero no cualquier empresario: Don César, ese político de elevador, que casi de la nada fue, por ejemplo, gobernador del estado, o senador, o dirigente nacional de su partido, ahora también de la nada, ya se estaría codeando con los productores de vino, ni más ni menos y hasta ganando premios con su vino “Hilo Negro”. Dice por ahí el refrán: “quien te ha visto y quien te ve”.
Total: lo verdaderamente importante y alentador, sería que cada caso que saliera a la luz fuera objeto de investigaciones serias y profundas que permitieran iniciar procesos judiciales para fincar responsabilidades y que, en una total y verdadera transformación -no como la que nos prometen para diciembre y que todo apunta a que será una decepción más- las y los mexicanos viéramos cómo finalmente se hace justicia y las personas que abusan, pagan en serio lo que le deben a la sociedad. Y todo esto con el puro afán de hacer justicia, situación muy diferente a las venganzas políticas a las que ya estamos tan acostumbrados.
En realidad, sólo así, viendo cómo la corrupción es severamente castigada, podríamos vivir mejor, con esperanza, pensando que la ética, la buena voluntad, la decencia y la buena fe son no solamente deseables, sino posibles, lo que nos permitiría dejar un México mejor a las nuevas generaciones.
[1] Disponible en https://elpais.com/internacional/2018/11/13/mexico/1542148254_820575.html
[2] Disponible en https://www.huffingtonpost.com.mx/2018/11/13/las-vinas-del-poder_a_23588617/
[3] Disponible en https://www.sopitas.com/491611-corrupcion-es-una-condicion-humana-la-estamos-domando-epn/
[4] Disponible en http://estudiospoliticos.org/corrupcion-en-mexico/
[5] Disponible en https://www.gob.mx/sfp/documentos/definicion-de-corrupcion