El derecho a defendernos
LUCÍA LAGUNES HUERTA
“No te dejes, defiéndete” son frases que solemos repetir en muchas ocasiones a nuestra amigas, hijas o hermanas; sobre todo cuando sabemos o conocemos que están viviendo algún tipo de violencia o cuando en un círculo de mujeres sale en la conversación la violencia que experimentamos en calles, parques, transporte público, nuestro trabajos e inclusos en los espacios de militancia de los más diversos órdenes.
Pero realmente qué tan permitido es que las mujeres nos defendamos, si cuando lo hacemos somos sancionadas social y jurídicamente. La descalificación tras el acto de defensa de una mujer viene a la par de la agresión.
Señalar como desproporcionado el acto defensa de las mujeres ante la agresión es una constante, es común que suelan escuchar “que ni era para tanto”, “que ella exageró”. El acto deslegitimador de la defensa de las mujeres va construyendo el contrasentido del derecho a defendernos.
Va generando en las mujeres confusión y miedo para enfrentar la violencia y genera un aprendizaje perverso de impotencia. ¿De verdad puedo defenderme? Si cuando me defiendo me cuestionan y/o me castigan. ¿Por qué el derecho a la legítima defensa en el caso de las mujeres no es reconocido a cabalidad?
El impacto de la negación a la legítima defensa de las mujeres se extiende al plano jurídico. Cuando las mujeres hieren o matan a su agresor, tras la legítima defensa, hay una convicción de que exageraron o que debieron ser sancionadas por romper con el orden establecido, el “statu quo”, un orden que pone en desventaja y subordinación a las mujeres.
Si el agresor tiene un vínculo “sentimental” con la víctima, “se impone un doble estándar en el que las únicas vinculadas a todo trance a las reglas del amor conyugal son las mujeres, mientras que los agresores, los primeros en traicionar el vínculo amoroso, permanecen protegidos por el requisito extra legal de utilizar el medio de defensa más suave o la imposición de retirarse del hogar para evadir el ataque”, señala la socióloga Cecilia Marcela Hopp en su estudio sobre legítima defensa de las mujeres.
¿Cuántas mujeres que hoy están acusadas de homicidio tuvieron que defenderse sin que el sistema de justicia reparara en ello o indagara sobre ello?
Si el anonimato no se hubiera roto, si la injusticia sobre Yakiri no hubiera tenido la visibilidad que tuvo, estoy segura que ella seguiría en la cárcel acusada de homicidio porque éste no es un caso aislado, sino la muestra de un doble rasero entre quienes imparten de justicia.
Itzel fue atacada sexualmente por un desconocido cerca del metro taxqueña, se defendió y mató a su agresor, la reacción de la procuraduría capitalina fue, al igual que en el caso de Yakiri, iniciar una carpeta de investigación por homicidio, la violación dejó de ser importante, el derecho de Itzel a defenderse, anulado.
La inacción del Estado frente a este “statu quo” dista enormemente de ser neutral, la falta de protección de las mujeres violentadas es una política pública, asienta brillantemente Marcela Hopp.
Para defendernos tenemos que romper con la impotencia aprendida de las instituciones y de la sociedad; es decir, dejar de exigirles a las mujeres que no enfrenten a su agresor, que esquiven las agresiones, dejar de poner en entredicho el derecho a defenderse de las mujeres.
Para ello es necesario que el sistema judicial transparente cuántas de las mujeres acusadas por homicidio se defendieron, ese dato nos hace falta para medir el impacto del doble rasero.
*Periodista y feminista, directora general de CIMAC.
Twitter: @lagunes28