Antonio Meucci, el gran desconocido
JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX
Históricamente la invención del teléfono se le ha atribuido al escocés-norteamericano Alexander Graham Bell; no obstante, en junio de 2002, el Congreso de Estados Unidos reconoció que el teléfono fue concebido por un desconocido inmigrante italiano llamado Antonio Meucci. Finalmente, los libros de texto italianos tenían razón. En Italia se ha enseñado a los niños desde hace décadas la historia de este inventor y se les ha puesto como ejemplo de creatividad y constancia. Los norteamericanos preferían atribuirse el descubrimiento de uno de los objetos que transformaron a la humanidad por lo que a toda costa defendían a «su hombre».
Apenas hace unos años el Congreso de los Estados Unidos aprobó por aclamación, un documento en el que se reconoce al italiano como «inventor del teléfono» y se resalta «su extraordinaria y trágica» carrera científica. «La vida y logros de Antonio Meucci deben ser reconocidos, así como su trabajo en la invención del teléfono». Meucci murió sosteniendo un largo proceso legal contra la Western Union, mecenas de Graham Bell, quien tendrá para siempre la mácula en su historia de haber, no sólo opacado a sabiendas la autoría del italiano, sino de las comisiones que cobra a los migrantes por las remesas que envían a sus familiares allende las fronteras de los Estados Unidos. A fin de cuentas, el asunto se resume en diez dólares: Meucci no los tuvo en su momento, por lo que Bell se le adelanto registrando el invento como propio.
Los descubrimientos nacen de la necesidad. Esta afirmación se demuestra fehacientemente en este caso. La esposa de Meucci padecía de un severo reumatismo, y el no podía trasladarse de su oficina a la recamara para comunicarse con la mujer con la frecuencia y la velocidad con que hubiera querido. Se le ocurrió hacer dos bocinas hiladas con un cable, para poder escucharse mutuamente. Una gran idea, desde luego. La vida trágica del inmigrante italiano resulta digna de una opereta, pues lo cierto es que SI patentó el invento en 1871 y hasta le puso nombre: el «teletrofono», y la patente fue suya durante dos años. La llevo a la compañía telegráfica para ponerle precio y para mostrarles los beneficios del nuevo recurso que permitía comunicarse a distancia. No le hicieron caso. En 1873 debía renovar la patente, empero, no tuvo los 10 dólares que implicaba el tramite y perdió los derechos sobre ella.
En cuanto se dieron cuenta de eso, en la Western Union hablaron con Alexander Graham Bell y le mostraron el invento, solicitando lo desarrollara. Un año después, con bombo y platillos dieron a conocer al mundo el acontecimiento, atribuyendo el mérito a Bell quien, si no artífice del engaño, si resulto comparsa de unos sucesos que tardaron más de un siglo en ser reconocidos por los Estados Unidos de manera oficial.
Meucci murió pobre en 1889, sin saber que el mundo reconocería algún día su gran creatividad. No alcanzó a ver jamás un céntimo de todos los grandes recursos que su invento generó. No es de extrañar este proceder por parte de las grandes corporaciones multinacionales. Bell se llama hoy, incluso, una gran compañía de telefonía. De Meucci no hay ni rastros, aunque es cierto que sin el, la humanidad no seria lo que es ahora y muchos de los procesos de desarrollo que hemos atestiguado, no se habrían sucedido, por lo menos con la celeridad con que ocurrieron gracias a la creatividad de un buen inventor.