Don Leobardo Reynoso y su histórica misión en Lisboa

JAIME ENRIQUEZ FELIX

Zacatecas nace y vibra en una cañada al pie de un cerro, montículo caprichoso que corona, protege y da sombra a una esplendorosa ciudad colonial. Segunda capital de América durante la Colonia, generosa y proveedora de los oros con que se construyeron palacetes, iglesias y lugares impactantes como El Escorial en España. Su esplendidez aun palpita, dándole al mundo escenarios bellos para películas como Gringo Viejo, o para los grandes festivales internacionales a los que el actual gobierno ha dado ya cristiana sepultura.

Lisboa, una de las puertas de entrada a Europa, nace también en una cañada, donde se construyen como nacimientos: castillos, catedrales y capillas que dificultan el transito con tantas plazas como abundan en la parte plana. Otro agregado es su mar generoso; pero estar en estas tierras también huele a arquitectura zacatecana, que tal vez nos influenció. Estar en Zacatecas me hace volver a oler ese mar y degustar su vino de los almácigos cultivados en la rivera de El Duero y que dan un sabor único: el oporto.

El castillo de San Jorge, majestuoso, vigilando y custodiando a la población que habita la cañada, desde las alturas, es realmente tan medieval como fantástico. La catedral, erigida en honor de Santa María la Mayor, no reside en la Plaza Mayor sino en la montaña. Sus miradores, como el Cerro de la Bufa, espían a la sociedad en su conjunto de día y de noche, son sus vigilantes eternos.
El sabor, el olor y el color de la sardina inundan las calles y en su festival anual es el centro por derecho propio, de un festín de olores que corona el vino y que, con el seguir de las leyendas de sus habitantes de lenguaje dulce y candente, la convierten en “sardina cuervo” y la preparan de muy numerosas maneras.

Sus noches largas evangelizan a la gente buena y generosa en felices aplaudidores y cantores del Fado, en tabernas, restaurantes y tugurios, mientras tanto, un acordeón emite notas mágicas de una niña humilde, acomodada en callejones angostos, como la Alcaicería de Gomes, que reproduce su música cual, si se escuchara en una capilla medieval, en el Teatro Calderón, o en la Sala Nezahualcoyotl. ¿Será la magia de la sonoridad de las callejuelas? o ¿la magia de la infanta del acordeón?
Bella ciudad, soberbia y distinguida, que nos hace recordar las tierras rojas. Esta cantera colorida, voluble en sus matices, que se mueve de la lila al rosa y al blanco, y hasta al veteado caprichoso y artístico.

“Lisboa antigua reposa, 

llena de encanto y belleza,

que fuiste hermosa al sonreir

y al decir…tan airosa.

El velo de la nostalgia

cubre tu rostro

de linda princesa.

No volverás

Lisboa antigua y señorial

a ser morada feudal

de tu esplendor ideal…

Las fiestas

y los lucidos saraos,

y los pregones al amanecer

ya nunca volverán…”

Estas tierras tuvieron un embajador zacatecano, cuando la relación con España estaba cancelada en el Franquismo. En la Casa de México, en Portugal, se emitían las visas para españoles refugiados. El Rey Juan Carlos pasó en Lisboa sus mejores días de la niñez, y la realeza española tuvo en esta ciudad encantadora, una segunda casa para habitar.

El embajador, un ex gobernador zacatecano, Leobardo Reynoso, viejo lobo de mar en la política, custodió después de la guerra al español que, buscando libertad, venía a esta patria nuestra. Lisboa aún recuerda a este personaje que no pasó por la embajada de México como uno de tantos, sino que se situó en la Historia de España, Portugal y México, por derecho propio.

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