El problema es ser “mujer”
ARGENTINA CASANOVA
Hay algo en común en el enfoque noticioso en el caso del reciente accidente de Reforma y los comentarios sobre las mujeres que murieron en el automóvil conducido por un borracho, en los acosos que sufren las mujeres en redes sociales, en el desafortunado anuncio de la Feria del Libro de Yucatán, en donde se veía a una mujer prefiriendo que le pegaran antes de quitarle la lectura; en el caso de los “Porkis”, donde un juez penal otorgó un amparo para liberar a uno de los violadores de una menor de edad y en la salida de un locutor de radio, por sus comentarios misóginos y machistas al tratar el caso de la violación.
Ese común denominador, que constituye un problema en México, es que ser “mujer” es un problema en México, ya que todo el orden simbólico está orientado a validar la violencia contra el cuerpo de las mujeres y en el intento por desnaturalizarlo.
Las feministas, al tratar de explicar a la sociedad por qué está mal, recibimos todo tipo de ataques de “intelectuales” que dicen defender la libertad de expresión y defender el derecho de locutores a decir que las mujeres “goza n la violación”.
Mucho se puede discutir sobre estos argumentos e intentar ganar simpatías frente a la postura feminista, la postura del pensamiento más transgresor, lúcido y humano, frente a un discurso social que ha normalizado la violencia contra las mujeres, al punto de convertir el acto sexual en algo violento y así normalizar la violación. Esto último brillantemente expuesto por feministas como Catharine Mackinnon.
El tema en esos casos, tanto en las páginas de diarios, en noticieros de radio y televisión y en redes sociales, es un sentido de naturalización de la violencia contra las mujeres. Ahí se incluye las niñas víctimas de abusos, las adolescentes violadas ante la impunidad de los jueces, las jóvenes y mujeres víctimas de feminicidio, los crímenes más atroces que se repiten en México y en todo el mundo contra mujeres. Pero también la violencia cotidiana contra mujeres indígenas, artesanas y las más pobres.
El problema es que se normaliza una violencia contra “la mujer”, a quien no se le reconoce condición de persona y por ello se expresa libremente opiniones que suponen no tendrían que causar ningún efecto en la opinión pública, la cual tendría que consentir –y lo ha consentido. Solo las hijas, esposas, las hermanas son respetables por ser propiedad de un hombre, una extensión de sus territorios y solo ellos pueden demandar el que sus posesiones no sean violadas.
El discurso imperante y válido es ese “universo de sentido”, el sistema social en el que vivimos y que no reconoce condición de persona a las mujeres. De ahí que vivamos rodeadas de una violencia simbólica y una difícil comprensión de la sociedad de que “algo está mal” en esos argumentos y discursos.
Sé que no les es fácil a la mayoría de los hombres hacer una “auto reflexión”, incluso para aquellos que se dicen “pro-feministas” hablan y se enuncian desde sus “masculinidades hegemónicas” en las que todo gira en torno a ellos. Pero ahora resulta que tenemos que explicarles, justificar y probar o evitar “generalizaciones” para no los afectemos moralmente y dañemos su imagen de “hombre”, porque “no todos son así”.
Su única lógica les dice que no tendríamos por qué protestar, que si protestamos los “dañamos” o afectamos y que no tendríamos por qué criticar al machismo, que es de “otros”, no de ellos… postura hegemónica que supone que el hombre es el centro del todo y que sólo lo que pasa por su reflexión es pensamiento.
Intrincado y complejo, pero en el orden simbólico patriarcal del colectivo social existe sólo “una mujer”, son “todas iguales”, son “metibles”.
“El hombre concibe una sexualidad imaginaria para la mujer, el cuerpo imaginario de la mujer se reduce a un objeto que solo sirve para motivar las fantasías sexuales de un observador masculino. (…) En la pornografía se deshumaniza y falsifica a la mujer. Se deshumaniza al presentarla como un objeto y se falsifica al sugerir que la mujer experimenta placer al ser maltratada y humillada.” (Weiz, 1998).
Es el orden simbólico patriarcal, ordenamiento del logos que construye el hombre-Dios y que es para los otros, las otras, ahí se sostiene la proyección de una sexualidad imaginada, de ahí el “deseo de ser violada”, el deseo de ser golpeada y sodomizada que el colectivo sostiene como verdad para la mujer.
Una “verdad” impuesta y que da sentido y significado en las relaciones afectivas pero que también sostienen las relaciones de poder.
Si no fueras mujer no habría problema de salir a la calle y caminar entre miradas lascivas, de ser agredida, violentada, de ser vejada en las instituciones y que te digan lo que se supone que debes creer, y cómo lo debes pensar y expresar.
Lo que hace el feminismo es, como convoca Drucila Cornell, “a que re-imaginemos nuestra forma de vida de manera que podamos «ver» de otra forma, esto necesariamente involucra apelar a la ética, incluyendo el llamado para que modifiquemos nuestra sensibilidad moral».
Eso es a lo que parecen no estar dispuestos, porque les representa “perder”, ceder y reconocer que hay algo que no está bien o que eso que creen “válido” no lo es. Pero nosotras seguimos insistiendo y haciendo ruido para que los discursos naturalizados en ese orden simbólico dejen de ser el pensamiento común.