El perdón, como forma de expiación pública
JUAN GÓMEZ
El presidente Enrique Peña Nieto es el primer mandatario que pide perdón a la opinión pública por un escándalo de conflicto de intereses y de corrupción en su administración, pero no es el único caso que hemos vivido en el país.
El general Salvador Cienfuegos, Secretario de la Defensa Nacional, por ejemplo, también pidió perdón por la tortura que sufrió una mujer cuando fue interrogada por dos soldados y una fémina de la Policía Federal, en Ajuchitlán del Progreso en el estado de Guerrero, el pasado 16 de abril de este año, aunque el hecho fue en febrero de 2015. El escándalo estalló cuando se difundió el video en las redes sociales.
Por otro lado Carlos Navarrete Ruiz, en su calidad de dirigente nacional perredista ofreció disculpas y también pidió perdón por el caso Iguala.
El ocho de octubre de 2014 acompañado por la ex gobernadora de Zacatecas, Amalia García Medina y por René Bejarano, así como de otros perredistas, pidió perdón por los crímenes cometidos por el presidente municipal José Luis Abarca, a quien postuló el PRD a la presidencia municipal de Iguala, Guerrero, vinculado al crimen organizado y hoy tras las rejas al igual que su esposa, por la desaparición de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa.
Son tres perdones de carácter político con los que se pretende mostrar solamente un arrepentimiento sobre hechos que afectaron a la sociedad, y que evidenciaron un excesos en el uso del poder público.
La petición de “perdón político” es, al parecer, un recurso mediático que tiene como objetivo recoger la complacencia de la opinión publica mexicana, pero carece de dos aspectos que son importantes en el arrepentimiento: el compromiso de no volver a incurrir en la falta y la reparación del daño.
En la declaración política del entonces dirigente nacional perredista Carlos Navarrete Ruiz, admite que cometieron un error al no revisar los antecedentes de la candidatura externa de Abarca, y permitir la cooptación de la policía municipal por parte de la delincuencia organizada.
Días después de pedir perdón a los guerrerenses, Carlos Navarrete renunció a la dirigencia nacional perredista, como una forma de expiación del error político cometido, pero también como un deslinde del PRD con la delincuencia organizada.
Pero la dirigencia perredista no castigó a los responsables por la postulación de Abarca a la alcaldía de Iguala. No hubo tampoco un compromiso explícito para evitar incurrir en la misma omisión cómplice en la postulación de un candidato vinculado con el crimen organizado.
En el caso del escándalo de la Casa Blanca expuesto a la opinión pública por el equipo de investigación de la periodista Carmen Aristegui, el presidente Peña nombró a Virgilio Andrade Martínez al frente de la Secretaría de la Función Pública, para que iniciara una investigación “a fondo” sobre el presunto conflicto de intereses.
El resultado de la “investigación” se supo desde el momento en que Andrade levantó la mano para protestar como secretario de la Función Pública, pues todavía no se ve en el gabinete que un funcionario muerda la mano de quien lo nombra.
No es que los mexicanos seamos magos o adivinos, lo que sucede es lo de siempre, la tradición discursiva oficial que irrumpe en la demagogia, para decir lo “políticamente correcto” pero sin generar los cambios, las transformaciones que el país requiere para dar un verdadero combate a la corrupción y a su hermana siamesa, la impunidad.
La sociedad mexicana muestra su hartazgo y enojo por los excesos de corrupción en el aparato burocrático y político a través de distintas formas de expresión, que van desde las pláticas familiares, de café o a través del teatro (antiguamente, en la carpa, cómicos como Jesús Martínez “Palillo” hicieron historia con su sátira política en el legendario Teatro Blanquita) o bien, mediante las redes sociales.
Este descontento ciudadano se ha medido a través de algunos estudios y encuestas de empresas de opinión pública, pero también el Instituto Nacional Electoral (INE) dio a conocer en diciembre del 2014 el contenido del Informe país sobre la calidad de la ciudadanía en México, en colaboración con el Colegio de México, en el que se muestra el deterioro de la confianza de los ciudadanos en los partidos políticos y en las instituciones publicas.
A pesar de la publicación de estudios y encuestas tanto en México como en organismos internacionales, pareciera que a la administración pública federal no le interesa la imagen tan deteriorada que tienen los ciudadanos de su gobierno y del presidente de la república, puesto que no modifican su política.
Sin embargo los presupuestos canalizados y ejercidos en la comunicación social del gobierno federal van en aumento cada año. Por ejemplo, en 2015 se ejercieron $3,560,556, pero el presidente Peña mantiene uno de los índices más bajos de calificación ciudadana. Algo no está funcionando bien.
Tal parece que la canalización de recursos públicos en áreas de comunicación social no modifica la opinión que los mexicanos tienen de sus gobernantes, como tampoco la Ley Anticorrupción erradicará este mal endémico en nuestro país.
Tampoco los castigos (si fuera el caso) a ex gobernadores corruptos hará que se modifique la percepción sobre corrupción que tenemos los mexicanos de nuestros gobernantes, porque las sanciones se aplican de manera selectiva y de acuerdo a la coyuntura política o electoral.
¿Qué hacer entonces?
Fortalecer una renovada moral pública que sea ejecutada por una clase política que tenga una visión de largo plazo, y por estadistas con convicciones en una ética republicana.
Los mexicanos sabemos lo que queremos pero carecemos de líderes que lleven esa preocupación al terreno de lo factible, alejado de la demagogia y la simulación de los gobernantes, tanto federales como estatales.
No basta pedir perdón, si no se tiene una verdadera convicción de cambio, porque el perdón en sí mismo, no implica una expiación de la responsabilidad pública.
Aludir a la misericordia social puede conmover pero no convencer.
Al tiempo.
* Director general de Pórtico Online
@juangomezac