¿A quién benefician los tratados comerciales y los acuerdos de cooperación?
AQUILES CÓRDOVA MORÁN
No es difícil demostrar, incluso con cifras al canto, que hace ya un buen rato que el capitalismo o “economía de libre empresa” dejó atrás la fase de la libre competencia para internarse resueltamente en la fase de los monopolios, en la fase de la economía dominada por capitales inmensos que crean empresas igualmente gigantescas de alcance mundial. Y no es que la libre competencia haya sido erradicada de la faz de la tierra; simplemente ha perdido su carácter central, dominante, para pasar a ocupar un lugar enteramente subordinado, enteramente subsidiario con respecto a las grandes empresas monopólicas de la actualidad.
La consecuencia más trascendental de esta transformación de la libre competencia en una economía cartelizada, trustificada, dominada por el monopolio, tiene un doble carácter. En primer lugar, gracias al gran tamaño que alcanzan las nuevas empresas, sumado a una mejor organización de su actividad productiva y al continuo y rápido perfeccionamiento técnico de las máquinas, de las herramientas y de todos los medios auxiliares del proceso productivo mismo, se genera con gran rapidez una enorme cantidad de mercancías que en poco tiempo rebasa la capacidad de consumo del mercado interno y comienza a acumularse, a formar un gran excedente de productos terminados que necesitan (y exigen) la apertura de nuevos mercados más allá de las fronteras nacionales.
Por otra parte, el dominio generalizado de los monopolios crea importantes ahorros de capital al eliminar los gastos superfluos que origina la libre competencia, al fomentar una mayor eficiencia de las inversiones y al reducir la demanda de capital para el establecimiento de nuevos negocios, precisamente por haber reducido drásticamente el número de inversionistas y de empresas al suprimir la libre competencia. Además, los monopolios, al quedar como dueños absolutos del mercado, multiplican la escala de su producción para poder satisfacer una demanda súbitamente incrementada, organizan mejor la distribución de sus productos eliminando intermediarios y fijan los precios de sus mercancías, con lo cual se aseguran una sobre ganancia en relación con la utilidad media fijada por el mercado “libre”. Todo esto, actuando simultáneamente, genera una enorme concentración de capital ocioso que, junto con el excedente de productos, busca (y exige) nuevos mercados, nuevos espacios económicos donde poder invertirse productivamente, de acuerdo con su naturaleza intrínseca de capital, es decir, de dinero que se incrementa a sí mismo.
Fue esto, y ninguna otra cosa, lo que desató la fiebre de “colonización” de territorios supuestamente “vacíos” en Asia y en África principalmente; fiebre que hizo su aparición en las últimas tres décadas del siglo XIX y en buena parte de la primera mitad del XX. Inglaterra, Francia, Italia, Bélgica, y en menor medida Alemania y Portugal, se repartieron todo el continente africano y parte importante del Cercano, Medio y Lejano Oriente; y fueron estas mismas potencias europeas las que comenzaron a crear “protectorados” y “zonas de influencia” para hacerse de territorios más poblados y, por tanto, ya no “colonizables”, con el fin de asegurarse el mayor espacio posible para sus exportaciones de mercancías y de capitales sobrantes.
Los movimientos de liberación nacional que surgieron en esos países y regiones, sumados al terror que provocó en las élites monopolistas el surgimiento y desarrollo del socialismo, primero en Rusia y luego en toda la Europa de Este, las obligó a abandonar (no sin una sangrienta y encarnizada resistencia) la política de colonización y de “protectorados”. Fue entonces cuando aparecieron y se pusieron de moda los “golpes de Estado” contra gobiernos insumisos, protagonizados por civiles o por las castas militares autóctonas, cuyo objetivo era colocar en el poder a gobernantes títeres, obedientes a la voz y a los intereses de los grandes monopolios del planeta y de los gobiernos que los representaban. Surgieron los “gorilatos” en América del Sur, los dictadores sanguinarios y corruptos (como Mobutu en África y Suharto en Indonesia), las monarquías y hasta las repúblicas hereditarias, todos ellos sostenidos y defendidos por los intereses monopólicos del planeta. Esa fue la historia de la segunda mitad del siglo XX.
Pero vino la caída del muro de Berlín (1989) y tras él la bancarrota total del “bloque socialista” (1991), y así llegó la hora de la “democracia universal”, de los “derechos humanos”, de la lucha contra “las dictaduras”, contra el “terrorismo” y contra el “narcotráfico”. En tales condiciones, se volvieron imposibles y hasta contraproducentes los golpes de Estado a cara descubierta, los gorilatos y los dictadores brutales y cínicos. La historia, la evolución de la sociedad, logró desaparecer las antiguas formas de dominación imperialista pero no la necesidad económica que las había generado; no el fenómeno de la acumulación excesiva de mercancías y capitales ociosos y su exigencia de más y mayores mercados para su consumo e inversión. Hubo, pues, que crear una forma nueva, moderna, suave y “civilizada” para conservar (e incluso mejorar si fuera posible) el control total, absoluto, monolítico y sin fisuras, de los países débiles y rezagados, de sus mercados de productos y de capitales, de sus riquezas naturales y de sus grandes yacimientos de minerales y de sustancias energéticas (petróleo y gas principalmente), para provecho exclusivo de los grandes monopolios.
Y esa nueva forma de dominio es, precisamente, la “teoría de la globalización”, cuya aplicación concreta son los tratados de libre comercio y los acuerdos de cooperación. Los teóricos de la “globalización” aseguran que ésta no es otra cosa que llevar a una nueva escala, a una escala regional, continental (o mundial si fuera posible), la política del “librecambio”, cuyo carácter innegablemente progresista, benéfico e indispensable para un desarrollo general y compartido de todos los países de la tierra está fuera de duda, como lo prueba la teoría económica moderna. En el seno de la globalización no caben la desigualdad, la inequidad, la dominación de unos por otros, los privilegios para unos en detrimento de los demás. Allí todo es igualdad, desarrollo compartido, ayuda mutua, progreso para todos. Jauja, pues, en una palabra. Pero a estas alturas se sabe bien que ese discurso es pura paja, puro humo en los ojos; que la igualdad y la reciprocidad rigurosas de que habla se fundan en una falacia evidente: la total asimetría entre los países firmantes que hace que todas las bondades que en ellos se estipulan solo puedan ser plenamente aprovechados por el país poderoso, por los monopolios que se hallan detrás de tales tratados, mientras que la parte débil no está de ninguna manera en condiciones de hacer lo mismo y debe conformarse, por tanto, con las migajas que los monopolios establecidos en su territorio puedan o quieran otorgarle.
Sin embargo, los tratados “antiguos”, como nuestro TLC, tienen varias “deficiencias” a juicio del capital monopolista. Tres principalmente: a) las inversiones y sus dueños quedan sujetos a las leyes del país huésped; b) las relaciones obrero-patronales deben someterse a la ley laboral del mismo país; c) los contratantes quedan en libertad de firmar pactos semejantes con otros países, incluso si son “enemigos” del país dominante en el tratado. Esto se tiene que acabar, dicen ahora los dueños del gran capital. 1.- Las inversiones extranjeras deben ventilar sus conflictos con los gobiernos locales en un tribunal especial, haciendo a un lado el Estado de Derecho del país receptor; 2.- las relaciones laborales deben “flexibilizarse” a grado tal que, de hecho, el obrero esté a merced absoluta del patrón; 3.- el tratado debe tener carácter “exclusivo”, es decir, el mercado así formado será monopolio del socio más poderoso. En suma, pues, los nuevos modelos de tratado acaban de un solo golpe con los pocos y maltrechos restos de soberanía nacional que los pactos antiguos dejaban a los países pobres. Se trata, ni más ni menos, que de una verdadera anexión, tal como ocurría con las antiguas “colonias” y “protectorados”. De este tipo de tratado es el famoso TPP al que acaba de sumarse México. En realidad, de verdad: ¿qué futuro nos espera a los mexicanos?