El tío Benjamín de Enrique Estrada
JAIME ENRÍQUEZ FÉLIX
La Real Academia Española cita el término “benjamín”, como el “hijo menor y, por lo común, el predilecto de sus padres”. Así se llamó el sexto hijo de mis abuelos maternos –Isidro Félix y Martina Félix- . Al sucederse el parto, mi abuela murió: “vida por vida”, decía mi abuelo. Quedando él viudo, con los seis niños -uno cada año, como era la costumbre- hubo que buscarle padrinos inmediatamente, al “benjamín” de la familia. Estos fueron, Don Macario y su esposa, quienes iniciaron la crianza del huérfano de madre, con quienes vivió hasta llegar a la edad adulta, pero siempre creciendo con un reclamo irracional del hijo al padre, por haberlo entregado a manos extrañas. El resto de los hijos se repartió entre el rancho cercano a Fresnillo y el Hospicio de Guadalupe. La vida de mi abuelo viudo no dejó nunca de ser complicada, pues la sociedad de aquellos tiempos no estaba preparada para educar hijos solos, y menos de un hombre rural.
El tío Benjamín vivió en Arroyo De En Medio -hoy Enrique Estrada- y casó con Rosita, hija de una familia Ibarra, de las más pudientes de esa comunidad. Allí conocí de cerca los tractores, los molinos de nixtamal y las refaccionarias. La casa de sus suegros estaba en la carretera Panamericana, precisamente enfrente de la escuela del lugar. Una casa campesina, con terreno grande y reducida en habitaciones, pero con un corral de buen tamaño, siempre repleto de animales que bajaban de la sierra para terminar su engorda y ser vendidos luego.
El tío Benjamín tenía ojos profundos del color de la miel. Era guapo, de piel un poco más oscura que la del resto de sus hermanos. Me llamó siempre la atención en él, una bola blanda en su cuerpo, arriba de la cintura hasta llegar a la axila prácticamente, rellena de una sustancia acuosa, como de unos tres litros, que él decía era pus en tanto aseguraba, que de eso iba a morir. Nos gustaba tocarla cuando éramos niños, aunque él presentaba cierta resistencia a que lo hiciéramos.
En septiembre pasado, cuando acudí al funeral de mi madre lo vi igual: la bola un poco más reducida y al parecer nunca le molestó. Seguía vivo, eso era lo importante.
Rosita le dio siete hijos varones. No llegaba la niña, tan necesaria para las labores de la casa. Insistieron para que al fin les naciera una niña rubia, hermosa como todas las Félix.
Benjamín fue un hombre prestigiado en la comunidad. Cuando nació el PRD le ofrecimos varias veces la candidatura a la Presidencia Municipal de Enrique Estrada. Nunca quiso aceptar tal ofrecimiento. Sus cuñados ya habían ocupado ese cargo y al parecer, también su suegro. Empero, siendo él priísta, siempre se mantuvo con discreción en su militancia, hasta que finalmente coincidió con el partido del Sol Azteca, sin demasiada ostentación por sus preferencias políticas.
Hombre serio, de mirada triste, pero absolutamente juguetón con nosotros, sus sobrinos. De una fina ironía, lleno con el orgullo de que sus hijos vivieran en los estados Unidos, bien colocados como obreros industriales. Pasaba temporadas con ellos.
Tampoco en los Estados Unidos se dejó operar de esa bola que era parte imperecedera de su cuerpo, a la que nosotros llamábamos “el huevo filosofal”.
Hace algunos años murió su mujer, Rosita, un alma de Dios. Eso hizo su vida más triste. Por cierto, la hermana de ella, “La Chata” Ibarra, fue quien sustrajo con una aguja de tejer a Javier, mi hermano, un fríjol casi germinado que tenía en la oreja –como en la película de Cantinflas-. Accidentalmente se le introdujo al dormir en nuestra cama de maíz o fríjol que teníamos en una casa que mi padre rentaba para adquirir y almacenar semillas, y donde vivimos un año.
Rosita tenía otra hermana, Hermelinda, una muchacha de unos veinte años, que se fue a vivir a nuestra casa en Zacatecas: era secretaria en el gobierno del estado. Con un cuerpo como el de María Victoria, tenía un novio, Tránsito, que mucho se parecía a los personajes de ATM, de Pedro Infante y Luís Aguilar. Siendo menores que ella, nos enseñó a bailar en las tardeadas que mi hermana Alicia organizaba en la casa, que terminaban a las 8 de la noche y en las que se bebían tinas de Coca Cola con Ron Negrita –por ser el más barato-, o mezcal de Pinos, que se compraba en la Terminal de los camiones de Guadalupe.
En 2007 murió el Tío Benjamín. Murió de un infarto en el hospital. No tuve la posibilidad de asistir a su sepelio, pero lo recuerdo con ternura, cariño y devoción, como un hombre de campo que jamás modificó su esquema de vida, ni sus hábitos alimenticios, a pesar de que la vida fue generosa con él en lo financiero. Aún la última vez que lo saludé, jugueteaba usando las manos para hacer fuercitas, jovial antes que nada y orgulloso de haber derrotado a ese “huevo filosofal” que tocábamos como si fuera la esfera de cristal de un mago. Descanse en paz.