Yo sobreviví a la granizada en la México-Toluca
Cuajimalpa, DF.- No fue una noche normal, de eso sí pueden estar seguros. Lo que eventualmente serían un par de horas de intensa música rock al ritmo de Molotov, con todo y mentadas de madre y albures hechos rima, se convirtió en algo parecido a una tragedia provocada por la naturaleza que puso en riesgo la integridad de miles de hombres, mujeres y niños, pero que, con los primeros rayos del sol del día siguiente, se convirtió en un buen ejemplo de la gran capacidad de respuesta que tiene la autoridad legalmente constituida cuando se pone a trabajar en serio y con oportunidad.
Eran las 17:00 horas cuando, ya en familia, tomamos la autopista Toluca-México con deseos de ir a Texcoco, vía el Circuito Exterior Mexiquense, para darle gusto a nuestro hijo con uno de esos gustos raros, altisonantes y violentos que agarra uno cuando cruza por esa vía de ida y sin retorno que algunos llaman adolescencia.
Todo parecía diseñado con precisión para estar puntuales a la cita en la plaza de toros Silverio Pérez del recinto de la Feria Internacional del Caballo, allá mismo donde semanas antes también nos quedamos con las ganas de ver en vivo al grupo KISS, uno de esos recuerdos de la adolescencia propia que tengo el honor de compartir con mi descendiente.
La tarde era soleada, al menos hasta Ocoyoacac, donde las nubes comenzaron a pintar casi de negro el firmamento, lo cual nos preocupó un poco porque definitivamente tendríamos que conducir con lluvia, en un día que esos, cuando la más cara autopista del país, sobre todo por la corta distancia por la que le cobran a uno, estaba muy concurrida, porque cientos de familias se disponían a tomar el descanso que ahora significa lo que en la época de mi abuela eran los “días de guardar”.
Pero de todos modos confiábamos en que la previsión, sobrada, de tiempo que habíamos dispuesto para llegar a nuestro destino, nos permitiera ir sin problema alguno al dichoso concierto para llenarnos la cabeza de rock y compartir una velada en familia de esas no muy “normales” que acostumbramos nosotros.
Unos cuantos kilómetros después, justo después de cruzar el arco que despide a quienes abandonan suelo mexiquense para dirigirse a la capital del país, el tráfico vehicular primero se hizo denso, pero más adelante definitivamente se frenó por completo, lo que significó un mal presagio, sobre todo para quien a los 13 años ansiaba estar presente en la “tocada”, como decían los jóvenes de los años sesentas.
Los motores encendidos provocaron un calor molesto, combinado con el humo y el no poco polvo que comenzó a desprenderse de los cerros aledaños por fuertes ráfagas de viento. Luego los automóviles comenzaron a enfriarse porque comenzó a caer hielo, convertido en granizo, en cantidades verdaderamente importantes. Eso duró poco más de una hora.
Por supuesto que en ese tiempo todo el mundo permaneció a buen recaudo en sus vehículos, unos más grandes que otros, otros de mayor lujo y uno que reflejan a distancia la precaria situación económica de las mayorías, pero también estaban los grandes, unos repletos de maquinaria, equipo, materias primas para las fábricas y por supuesto cientos cargados completamente de personas deseosas de ir al encuentro del descanso a sitios como Acapulco, Veracruz, Oaxaca y otros destinos.
El granizo dejó de caer y se vino un chipi-chipi de esos que molestan más de lo que mojan, y fue entonces cuando la mayoría no aguantó el encierro y, primero, bajaron los vidrios para tratar de preguntar de un vehículo a otro si alguien sabía bien a bien lo que estaba sucediendo, porque las nuevas tecnologías del Internet y sus tan de moda redes sociales habían demostrado, una vez más, que contra la madre naturaleza a veces son más que inútiles, pues para entonces nadie tenía señal de teléfono celular y mucho menos servicio de Internet ni transferencia de datos.
Las radios de los automóviles tampoco permitían enterarse mucho de lo que ocurría porque las condiciones del tiempo generaron gran estática que hacía casi imposible sintonizar bien alguna de las estaciones especializadas en información, sobre todo aquellas que dan reportes de las condiciones de tráfico y clima de manera permanente.
Afortunadamente las señales se reestablecieron poco a poco y fue cuando muchos supimos que estábamos en medio de una situación de verdadera crisis. Ya para entonces, el Secretario de Gobernación del país, Miguel Ángel Osorio Chong, había salido ante los representantes de los medios de comunicación a decir cómo estaban las cosas y, por primera vez en mi vida, a calificarme, a mi y a miles que ahí estábamos varados y con cara de incredulidad, como “damnificados”, pues para entonces llevábamos por lo menos dos horas en esas condiciones extremas, sin alimento, bebidas o condiciones mínimas de supervivencia, ante una ola gélida que poco a poco que se apoderó de la región afectada por lo que algunos llamaron “intensa granizada” y otros más señalaron como “tromba”, sin que hasta el momento le quede claro a la mayoría de los involucrados cuán podría ser la diferencia entre una y otra circunstancia, como si con ello fuéramos a salir de la situación.
Pasaron varias horas de falta de información, más allá de la que podíamos obtener de las radiodifusoras que para entonces ya habían desplegado a sus equipos de reporteros para dar detalles de lo ocurrido. Solo veíamos cómo en el carril contrario, el que va de la capital del país a la ciudad de Toluca, simplemente dejaron de circular automóviles y se convirtió en lo que nunca es, al menos de forma regular: un gran cuerpo de cinta asfáltica no utilizada por nadie.
Momentos después comenzó el despliegue de fuerzas federales, del Estado de México y del gobierno capitalino. Patrullas iban y venían en sentido contrario al flujo normal del carril que va del Distrito Federal a Toluca, y por supuestos los helicópteros comenzaron a revolotear, como si entre más máquinas volando fuéramos a superar mejor la situación.
Cuando al lugar llegó un convoy del Ejército Mexicano, algunos con esos gafetes amarillos fluorescentes que dicen DN-3, supimos que la cosa era seria, que la situación no era por una simple lluvia y, sobre todo, comprendimos que nuestra espera no sería de minutos, sino de horas.
Para entonces el que deseaba estar con sus ídolos rockeros de Molotov ya estaba más preocupado que decepcionado por un nuevo revés en su corta vida de fan del rock. Ahora la cosa ya pintaba verdaderamente seria.
Fue por fin que a alguien se le ocurrió informar a los involucrados de lo que en realidad estaba sucediendo, por lo que los soldados y policías del Estado de México comenzaron a recorrer a pie las largas filas que para entonces se habían formado de vehículos detenidos por el granizo, y explicaron a todos que toneladas de hielo habían hecho intransitable la autopista y también la carretera federal, la llamada libre, por eso que allá no cobran por circular sobre el territorio mexicano, lo cual siempre he considerado como una falta a los derechos establecidos en la Constitución. Pero, en fin, por lo menos la naturaleza se había encargado de democratizar el asunto, pues para entonces tan “damnificados” eran los que tenían para pagar el peaje de la autopista como los que evitaban ese cobro yendo por la vía federal.
La noche había caído a plomo y quizá lo más preocupante fue comenzar a sentir la cercanía de la madrugada, pues la temperatura descendió de manera violenta y preocupante, quizá no tanto para quien el menor que viajaba en el vehículo ya tiene más cuerpo de hombre que de infante, pero sí para muchos que llevaban consigo a niños dispuestos a llegar pronto a la playa, pues hasta el traje de baño llevaban puesto, lo cual no ayudaba mucho a enfrentar los menos dos grados Celsius que para entonces marcaba el termómetro.
Ya sabíamos qué pasaba, pero lo que nadie nos dijo es qué diablos iban a hacer para remediar el asunto. El paso de personas, equipos, palas, picos, plantas de luz, maquinaria pesada, era interminable, y todos confiábamos que eso permitiera reestablecer el derecho constitucional de los mexicanos al libre tránsito, pero para eso todavía faltaba lo peor.
Y eso llegó cuando la madrugada hacía presencia de forma plena, incluso con un poco de lluvia que caía como para dejarnos a todos claro que nuestra tecnología no ha sido capaz de superar los designios de la naturaleza.
Para entonces la autoridad demostró capacidad de acción y llegaron al lugar camionetas de carga ligeras, llenas de productos que parecía que se habían robado de alguno de los muchos camiones de carga que estaban varados ahí, pues traían lo mismo pastelillos de la empresa que dirige la señora Marinela Servitje, que papas y churritos del corporativo Pepsico, además de cajitas de leche con chocolate y galletas de las más diversas marcas, a lo que se sumó la buena idea de repartir botellas de agua que ya para esa hora parecía que nos las hubieran repartido a la mitad del desierto.
Dicen que también repartieron cobijas para mantener a las personas a salvo del frío, sobre todo a los menores y a mayores de 65 años de edad, pero de esas nunca llegaron a donde nosotros estábamos tirados. Eso fue un aliciente importante para calmar, y mucho, a cientos que estaban hambrientos, sedientos, helados, y que fue entonces que nos dimos cuenta por qué el ex gobernador del estado de Hidalgo que hoy despacha en Bucareli nos había calificado de damnificados. No se puede estar más damnificado que en esas condiciones. Pueden creerlo.
Las calorías ingeridas permitieron superar un par de horas más, tiempo suficiente para ser testigos de algunas otras acciones que dejan en claro por qué son lo que son quienes integran las fuerzas armadas de este país, por más que se les quiera criticar a veces.
Un soldado había caminado más de 15 kilómetros para traer, no sé de dónde, una lata de alimento en polvo para bebé, pues a no más de tres vehículos del propio había una madre desesperada porque su menor llevaba horas llorando porque, “como era un viaje corto”, sólo le había llevado una mamila, la cual por supuesto tenía horas de haberse acabado.
Quizá no se haya tratado más allá de una simple lata de alimento para bebé, pero estoy seguro que la misma se habría cotizado en millones de pesos que la madre hubiera estado dispuesta a pagar con tal de saciar el hambre del pequeño que para entonces no soltaba de entre sus brazos. Esos son los hechos que alientan a seguir creyendo en quienes tienen la responsabilidad de proteger y salvaguardar a este país, y también nos permitieron reconocer a varios que, si el menor de tres meses había sido capaz de soportar el hambre para sobrevivir la situación adversa en la que todos estábamos, bien podíamos los mayores hacer acopio de paciencia para tener la esperanza fundada en que saldríamos de esta, como todos los días, cada quien en su trinchera, sale de otras quizá más difíciles.
No sé si fue la calma que recobró el pequeño, o si las circunstancias tienen que combinarse para que el agua vuelva al río y la normalidad se recobre, pero lo cierto es que casi en seguida los vehículos comenzaron a moverse nuevamente y, aunque sea poco a poco, pudimos salir de esa trampa kafkiana en la que se había convertido por más de once horas una vía carretera que tantas veces hemos circulado sin pensar siquiera por un momento qué pasaría si de repente ésta se hiciera intransitable.
Del resultado quizá lo que más valoro es que a pesar de haber estado ahí inmersos miles de personas, ninguna de éstas resultó siquiera con un rasguño y mucho menos hubo vidas que lamentar, aunque las circunstancias estaban perfectamente dispuestas para que una tragedia se hubiera presentado.
Habrá quienes se acabarán con comentarios ligeros en las redes sociales la actuación de las autoridades, y viéndolo desde un punto severamente crítico sí hay mucho que señalar, pero lo cierto es que, al final del día, el concierto frustrado quedará en la memoria quizá como la mejor experiencia de sobrevivencia ante el poder de la naturaleza que muchos hayamos tenido la fortuna de vivir, y eso precisamente: Seguir vivos, es lo mejor.